JUEVES 21 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Ť La agrupación refrendó su calidad en el ciclo Martes de Jazz
Cráneo de Jade, monumental, pese a la andanada beat
Digámoslo sin tantas vueltas: Cráneo de Jade es uno de los mejores grupos de jazz que han surgido en estas tierras.
Esto lo pudimos ratificar durante su presentación, el martes 19, en el teatro Juárez, pues a pesar del hartazgo que causó en el público una excesiva lectura de textos, la música del trío no decayó un solo instante.
La idea original era intercalar algunas selecciones de poesía beat entre los temas y las improvisaciones de Cráneo. Pero (suele suceder) los lectores, Arturo Beristáin y Pedro Pablo Martínez, se engolosinaron con el micrófono y nos recetaron un interminable choro que, por otro lado, no estuvo conformado estrictamente por los poemas con que los beatniks sacudieron el stablishment de los cincuenta.
Las cosas empezaban bien. En la pasarela poética asomaban temas sobre la intolerancia, la decadencia, el pánico, la importancia, la repugnancia; los músicos, con cautela, entretejían sus improvisaciones encima de los textos esperando que éstos, los textos, terminaran para poder desarrollar con más holgura sus propuestas musicales. Pero los lectores casi no daban tregua.
Sensible mezcla de jazzy literatura
No obstante hubo momentos en los que poesía y jazz se fundían con exactitud matemática, con sensibilidad y emoción compartidas. Remy Alvarez utilizaba todo un arsenal de saxofones, además de la flauta, el didjeridú y algunos silbatos de barro; en el sax soprano aplicaba técnicas de respiración interna que extendían el sonido al infinito y creaban atmósferas en verdad monumentales, con un misticismo práctico y alegre que nos envolvía irremediablemente.
Todo era una improvisación tras otra; no interpretaron uno solo de los temas anunciados en el programa. Hernán Hetch se mantuvo casi todo el tiempo en un impresionante manejo de los platillos de su batería (aunque hubo dos baterías en el escenario, la de los patrocinadores la tocó solo unos minutos), Aarón Cruz atacaba con discreción las cuerdas del contrabajo y el bajo eléctrico, pero cuando los lectores lo permitían se soltaba al 200 por ciento en un alarde de creatividad que ya iba a los duetos con el sax o ya venía a la construcción de portentosas bases rítmicas con la batería.
Uno de los mejores momentos se dio cuando Beristáin y Martínez salieron de escena. El grupo se oyó entonces (y que valga el lugar común) en todo su esplendor. Improvisaban de tal forma que parecía temas ensayados; la furia y lo apacible de sus diálogos eran una clara evidencia de que el talento y el buen humor son una excelente mancuerna.
Su concentración era absoluta, desencajada, sonriente, la voz canta por encima y a lo largo de la flauta. Aarón saca un tercer brazo y multiplica las cuerdas del bajo, Hernán abandona los platillos y golpea sin misericordia toms, bombo y tarola; el caos de la belleza y la belleza del caos instalan en el teatro un enorme animal milenario miles de formas que nadie puede ver y que todos escuchamos con entusiasmo y respeto.
La urgencia de un cigarro se vuelve insoportable.
Los lectores regresan. Ahora los textos (de Héctor Anaya y José Agustín) versan sobre el terremoto de hace quince años. Y se alargan, se alargan hasta que el ánimo del público se desploma como los edificios de 1985. Cuando pensamos que el afán protagónico de los actores era excesivo... apenas iban a la mitad.
(Antonio Malacara)