JUEVES 21 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Ť Olga Harmony Ť
El atentado
La falta de comprensión hacia la obra dramática de Jorge Ibargüengoitia -que hoy día todos vemos chejoviana, con sus medios tonos y subtextos- culminó con los conatos de censura hacia El atentado que alejaron para siempre del teatro al autor y lo volcaron hacia la novela. Fue una verdadera lástima, porque en esta farsa, última obra del autor para la escena, se abrieron muchas puertas -que en su momento nadie cruzó- para la construcción dramática al presentar una estructura (como muy bien advierte David Olguín en entrevista con Carlos Paul en este diario) fragmentada, lo que era poco usual en nuestro país. Es a partir de esta fragmentación y los diferentes estilos que el director advierte como influencias en el texto, que propone este montaje, revisitado el texto y adaptado con una audacia que sorprende y a muchos desconcierta. Y si bien Ibargüengoitia pide proyecciones fijas como entorno escenográfico (lo que hace 40 años era más o menos novedoso) en la actualidad el recurso resulta gastado y se remplaza por muchos otros, diferentes e imaginativos.
Tampoco es respetada la acotación del autor de que ''mientras más fantasías se le ponga, peor dará". En la concepción de Olguín, las inquietantes presencias sirven como un hilo estilístico que une las escenas concebidas en estilos diferentes, pero también subraya las dos vertientes temáticas de la obra, el poder temporal y el poder espiritual, gobierno y clero que en su lucha fratricida, e incluso cuando ésta cesa, dejan por el camino muchas víctimas ingenuas, como ese pobre José en quien reconocemos a León Toral, en el odioso contubernio que cierra ese capítulo de la historia y que cierra la farsa misma. La presencia casi constante de la silla presidencial refleja el poder del gobierno, con el general Borges (Calles) o sin él en el asiento. El ángel, la visión eclesiástica que también ve al diablo como la concupiscencia de la carne que se apodera de la insatisfecha Cautela -en apoyo a las grotescas palabras del padre Ramírez acerca de la ''pureza" femenina- ante la frialdad del casto José. Y está la presencia de la muerte que ronda esa crudelísima época de la historia nacional.
La estructura fragmentada debe mucho a la concepción épica de Brecht. No es de extrañar, entonces, que Olguín juegue con rupturas brechtianas, como son los números musicales en música original, muy de género chico, de Hernán Mendoza y coreografiados por Federico Silva, o el paso profesional de los cristeros y gente de prensa en una masa aglutinada que se mueve como un conjunto indiferenciado. Pero, a diferencia de Brecht, en muchas ocasiones a la canción sucede un momento de actuación realista. En el estreno, como suele suceder, las marcaciones del director eran muy evidentes en el desempeño de los actores y sin duda hoy la escenificación fluye más, pero me atrevería a sostener que esas marcaciones no deben desaparecer del todo porque resultan un resorte cómico muy efectivo, muy al estilo del cine mudo hollywoodense. Esto es evidente en la elección de los tres actores que Ibargüengoitia pide como ''comodines" y que son tres muy buenos actores de breve estatura: el muy conocido en teatro universitario Ramón Barragán, el siempre gracioso y eficaz Silverio Palacios y el hidrocálido José Concepción Macías, también asistente en la dirección.
El montaje de Olguín contó con una de las mejores escenografías que pueden acreditarse a Gabriel Pascal, a base de paredes simuladas de tiras de madera que suben, bajan y se abren en algún resquicio, por donde podemos atisbar las presencias o bien que ofrecen varios planos, como la escena del escondite de Juan Valdivia, con un rectángulo horizontal por el que se mueve una escena religiosa y otro rectángulo vertical, siempre abierto, en donde se encuentra la silla presidencial. Otro elemento de gran apoyo al espectáculo es el vestuario de Carlos Roces, tan pronto apegado a la época como de poderoso imaginerío en las presencias angelicales y diabólicas.
Quizá la audacia mayor de David Olguín sea aprovechar las posibilidades del absurdo para mostrar la descomposición de la justicia en la escena del juicio a Pepe y a la Abadesa, sobre todo con la entrada en escena del alcoholizado diputado Ramírez, junto a un chaisse-longe en el que se encuentra una bataclana, recuerdo de la juerga que se corre el general Borges antes de su asesinato y la caótica presencia de los testigos, de los que destaca el mesero español y su testimonio en cante jondo. El elenco es muy brillante. Cabe destacar, además de los mencionados, a Rodrigo Vázquez como el ingenuo Pepe y a Eugenia Leñero en su no tan, aquí, recatada mujer. A Alejandro Calva, como un poderoso Ignacio Borges, a Norma Angélica como la Abadesa, a Manuel Poncelis en El Tuerto, a Joaquín Cossío, como Vidal Sánchez, a Arturo Ríos como el diputado Ramírez y a Luis de Icaza como los dos eclesiásticos, sin desdoro de los demás, muy bien, en sus diferentes papeles.
Es un polémico texto que cobra nuevo aliento con los subrayados de Olguín, que lo hacen más vigente en un montaje audaz y contemporáneo que sin duda será, si no es que ya lo es, motivo también de polémicas.