MARTES 19 DE SEPTIEMBRE DE 2000

 


Ť Pedro Miguel Ť

Jerusalén

Al igual que otros mamíferos superiores, los seres humanos parecen ser una especie afecta a la delimitación territorial y a los fetichismos geográficos. Para respetar y desarrollar ese rasgo, probablemente genético, hay que estar inventando Estados nacionales constituidos, leyes territoriales, reglamentos inmobiliarios y códigos de conducta que determinan los límites entre los espacios privados y los comunes, entre los que pertenecen a un grupo o a varios y los que no son propiedad de nadie. En esta última categoría ya sólo quedan las aguas internacionales, la Antártida --aunque muchos países estén como buitres sobre ella-- y la Luna.

Pocos sitios de este planeta han estado exentos de suscitar desacuerdos y riñas entre tribus, países o bloques regionales. El control de algunos, como el Mar Egeo y Jerusalén, ha sido fruto de discordias milenarias que siguen vivas hasta la fecha. En el caso de la ciudad levantina, los cruzados arruinaron Europa en un empeño más bien necio por arrebatársela a los musulmanes. La cristiandad logró hacer realidad su capricho tras el colapso del imperio otomano, pero fue por poco tiempo. La conformación del Estado judío en la Palestina histórica y el fin del protectorado británico dejó a Jerusalén dividido en dos hemisferios --Jerusalén y Al Qods-- controlados, respectivamente, por Israel y Jordania. En 1967, en la Guerra de los Seis Días, las tropas israelíes se apoderaron de la parte oriental, echaron de ahí a miles de habitantes palestinos --cristianos o musulmanes-- y la urbe fue proclamada capital "eterna e indivisible" del Estado hebreo.

Ciertamente, las piedras sagradas de Jerusalén-Al Qods son difícilmente divisibles: el Muro de las Lamentaciones de los judíos está literalmente pegado a la Mezquita de la Piedra de los islámicos, y estas edificaciones, a su vez, a la Basílica del Santo Sepulcro compartida por todos los sabores del cristianismo.

El estatuto final de Jerusalén ha sido un obstáculo central en la pacificación de Medio Oriente. Los palestinos no están dispuestos a renunciar a su derecho de establecer, en la parte oriental de la ciudad, la capital de su Estado. Israel se niega a compartirla. Los cristianos de varias denominaciones insisten en participar de alguna forma en el gobierno de la ciudad y, en ese afán, el papa Juan Pablo II volvió a pedir hace unos días que ese gran supermercado espiritual que es el casco antiguo jerosolimitano sea puesto bajo control internacional.

Visto con un poco de distancia, el diferendo resulta un tanto pueril, porque su esencia puede reducirse a unas cuantas atribuciones municipales, como la organización de la circulación vehicular, de la recolección de basura, de la administración de los templos y el establecimiento de las rutas de tránsito para los peregrinos, penitentes y fieles de las tres religiones y sus respectivas sectas. En esa lógica, bastaría con pedir a un gobierno absolutamente neutral en la pugna entre Moisés, Jesús y Mahoma --como el de Mongolia o el de Tailandia-- que se hiciera cargo del paquete a cambio de una retribución por sus servicios.

Habría que pedir a israelíes y palestinos, en suma, que fueran capaces, por un momento, de actuar con una lógica de separación Iglesia-Estado, que desdramatizaran un poquito y que dejaran esa actitud "sobre mi cadáver", a fin de permitir un arreglo razonable para la ciudad trisanta. A estas alturas del desarrollo plural y de la diversidad humana el conflicto jerosolimitano parece un berrinche de niños por la posesión de su juguete espiritual.

 

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