LUNES 18 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Ť Hermann Bellinghausen Ť
Hicieron a un lado monturas y aparejos, tanto Lobo como Pedro. Extrajeron las vasijas del costal de hilo burdo, destaparon el pomo del refresco y se mitigaron la sed como de rayo. La sequedad arenosa de la boca les prohibía hablar. Cómo será de caliente la loma que la llaman Yunque del Sol.
Los tres corsos, fingidamente taciturnos pero curiosos de cada movimiento y cada palabra de Lobo y Pedro, amarraron los caballos donde pudieran pastar. Encarna se colocó a espaldas de Pedro, se inclinó sobre él, sentado en el taburete de palma que carga a todas partes, especie de compacto trono personal. Tomó el pomo sin tomar vasija, lo llevó a su boca y de un trago sumó varios espasmos largos, frenesí de la garganta. El líquido escurrió de los labios al cuello y el pecho en su centro, donde convergen los senos. La barbilla cintilaba.
Los corsos la miraban arrobados, y Lobo no menos. Sólo Pedro protestó. Se dice compermiso, dijo.
Si lo que ella usó para replicar no era desdén entonces no sé cómo se llama. El refresco es mío, los corsos mis muchachos, debes la factura de los mapas y hasta los caballos que traes son prestados, así que no jodas.
Lobo arqueó las cejas. Esos dos se estaban llevando pesado. Encarna, más guapa que mil manzanas, espléndida como hembra y como persona, ejercía una fascinación sobre las circunstancias. Para enojo de Pedro, hosco ogro, la cara y la cabeza cubiertas de pelo; Lobo no lo había visto permitirle a nadie alzarle la voz, hasta topar con Encarna.
Fornido, uno noventa y afición por parecer malo, Pedro estaba demasiado asoleado en ese momento para ofrecer resistencia a la guía que les puso la Junta. "Ella les dice dónde y ustedes hacen las mediciones", fue la instrucción tajante. No les había quedado más que aceptar ese equipo de trabajo. Pudo ser uno peor. Los corsos soltaban comentarios simpáticos, aunque durante las cabalgatas, cuestión de jerarquías, Encarna llevaba la conversación. Buenos para la labor, los corsos, hay que reconocerlo.
Esta mujer sabe demasiado, comentó irritado Pedro en una aparte al segundo día de la exploración. Lobo entendía: pesadito, el colega. "Ni yo mismo sé cómo lo aguanto", se decía seguido. Desde que la compañía los comisionó, pronto serían dos años, eran equipo de mediciones. Mandón, pagado de sí mismo, Pedro tomaba en serio lo del taburete, aunque al principio pareciera un chiste. Acostumbraba reinar. Alguien como Encarna lo llenaba de contratiempo. Y mujer.
La vida de los medidores es itinerante, obsesiva, devoradora. Solitaria. Uno acaba por extrañar la suavidad de las mujeres. Así de tremenda, Encarna era lo más femenino que habían conocido en meses. Jinete consumada, autosuficiente, miembro distinguida de la Junta, Encarna resultaba escandalosamente libre en una sociedad tradicional como aquélla. No necesitaban ser sociólogos para discernirlo. Un simple medidor alcanza a darse cuenta. Además, una mujer es una mujer, y uno no está allí nomás pintado.
En el fondo, lo que sublevaba a Pedro no era Encarna incontrolable, sino saberla inconquistable. Desde el momento de la presentación quedó claro que ella no le permitiría la menor terneza. Pedro galanteó como bien sabe y seguido le resulta, y Encarna lo paró en seco con un comentario que de seguro todavía le arde. ƑAh, tú eres el medidor del famoso taburete? Ya decía yo: Ƒqué cara podrá tener persona tan ridícula?
Pedro se cree lo del taburete, y le desagrada que se haya vuelto fama. "ƑDe dónde sale esta pendeja?", había comentado a Lobo a la primera oportunidad.
El Yunque era uno de los puntos de principal interés. De difícil acceso, siempre era medido mal y a la carrera. Lobo y Pedro serían los primeros. La Junta tomó cartas en el asunto, por única ocasión atendió a la compañía, y no sin absoluta desconfianza. Encarna conocía al detalle la región, poseía información muy útil, y recursos especiales como los mapas, los corsos y el refresco. En sitios tan calientes y pelones medir es un suplicio: longitud de onda, alternancia cromática, imagínense la chamba. Tal era la luminosidad del Yunque que pronto resultó insoportable.
Mejor vamos apurándonos, trató Pedro de recuperar alguna autoridad. Los corsos de inmediato desplegaron los equipos, más porque Encarna no indicó otra cosa que por las órdenes de Pedro.
Midieron. Vaya que batallaron. Ni una nube que ayudara, ni la menor neblinosidad, a pesar del húmedo ambiente. Encarna se burló en algún momento. Así los quería ver, aquí la luz le gana a la medida. Cuando se cansen, con lo que tengan basta, no les dé pena.
Lobo por poco le da razón, pero (en un tiempo doble de lo normal, cierto) lo consiguieron. Lampareados como conejos puestos a mirar el sol de frente, los medidores a sí mismos se estaban midiendo. El gesto de triunfo de Pedro fue inmenso cuando encaró a su némesis y le dijo: Ya estuvo, vámonos.
En fila india y calladitos, alborozados, los corsos avanzaron hacia el bosque de La Sombra aturdidos de sol, viendo doble incluso, pero satisfechos. Encarna, felizmente derrotada en su presagio, dio la espalda a Pedro, y a Lobo un beso en la boca, teatralidad que no venía al caso, pero a quién le dan pan que llore. No se midieron, dijo, les convido de mi refresco.