DOMINGO 17 DE SEPTIEMBRE DE 2000

 

Ť Rolando Cordera Campos Ť

La política de la ilusión

olitizar la economía siempre ha sido una práctica mala, y en ocasiones nefasta, para las sociedades y hasta para quienes la llevan a cabo. Más pronto que tarde, las reacciones del mercado nacional o internacional se hacen sentir sobre esas economías inventadas por los políticos y vienen los ajustes o, simplemente, los desastres.

En la actualidad, con la globalización, las políticas económicas se han convertido en cajas de resonancia de múltiples y encontrados juegos de expectativas que rebasan las fronteras tradicionales. Crear o diluir expectativas, inducir o inventar e implantar convicciones en los actores económicos relevantes, se ha vuelto el deporte preferido de los ministros de finanzas y los presidentes de los bancos centrales. Atrás queda la política pero por delante está la incansable venta de ilusiones.

La importancia de las expectativas ha sido planteada una y otra vez por la economía política clásica y en el siglo que termina fue expuesta genialmente por Keynes y su teoría general. Más adelante, al calor de la revolución conservadora y de las embestidas contra el gran teórico de Cambridge, se desarrollaron ideas sobre las expectativas racionales, que en su despliegue han producido ya más de un resultado financiero irracional. Todo es, entonces, cuestión de reflejos y reacciones, así como de locura colectiva y frustraciones mil.

No es infrecuente asistir a una confusión entre el manejo de estas variables azarosas y las relaciones públicas o, de plano, la propaganda. Los anuncios del gobierno sobre sus blindajes y pagos adelantados de deudas menores, por ejemplo, sin dejar de ser señales para "los mercados" han sido también parte de operaciones mercadotécnicas y, en un descuido, podrían volverse sus víctimas.

La confianza del gobierno, y el entusiasmo de los inversionistas en los panoramas abiertos por la recuperación actual, podría dar lugar a una redición de la sabiduría más convencional, que siempre linda con la fe o la creencia en las visiones emitidas por el propio ejercicio propagandístico. La reflexión racional que requiere el buen manejo de la economía se vuelve pronto, en un contexto como este, acto de afirmación doctrinaria y confrontación irreductible, que no admite apelación ni la búsqueda de opciones.

Sabemos que vivimos un boom como lo vive la economía estadunidense, pero eso no nos equipara con ella. La nuestra es una economía pobre y poblada por pobres y para progresar tiene que ahorrar, y sobre todo invertir, mucho y bien. Los vecinos del norte gozan de riqueza acumulada y pueden volcarse al frenesí de consumo que hoy gozan sin preocuparse demasiado; lo hace Greenspan por ellos.

Nuestra riqueza más tangible sigue siendo el petróleo, y ya debería ser claro que por sus características e historia el crudo puede crearnos de nuevo un velo de fantasías que nos lleve a creer que el auge de hoy es interminable. Y si hay algo seguro en esta materia, es que eso no es cierto.

Los partidos prometieron hace dos semanas un nuevo curso político. Esta promesa pronto se pondrá a prueba, cuando empiece a discutirse el presupuesto y los impuestos, y las perspectivas económicas para el año entrante adquieran dimensión y alcance reales. Si no se aborda con seriedad el tema de la fragilidad financiera, si se empeñan los partidos en politizar la gestión económica con ofertas insostenibles, como una reforma fiscal que no cueste o un Renave que "pague el gobierno", se caerá en una dependencia todavía mayor del petróleo y de lo que ocurra en Estados Unidos, que luego, pero pronto, resultará desastrosa para todos.

Politizar no es lo mismo que hacer política. Para evitar lo primero, es urgente que del pacto de los partidos emerja ya una política económica basada en la razón y la verdad, que no apueste todo a la venta de ilusiones, que siempre resultan muy caras. Digamos que antier, 15 de septiembre, terminaron las fiestas.