DOMINGO 17 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Ť Vendieron o alquilaron sillas en la vía pública a la muchedumbre que acudió
Predominó el silencio en el tradicional desfile militar
Susana González G. y Angel Bolaños Ť A la luz del día, doce horas después del último grito lanzado por el presidente Ernesto Zedillo en Palacio Nacional para conmemorar el 190 aniversario del inicio de la Independencia, las banderas, los vítores, las porras, los "šviva México!" y hasta el confeti escasearon entre las familias y miles de niños que se congregaron a lo largo de Paseo de la Reforma para presenciar el tradicional desfile militar.
Y aunque hubo aplausos para los militares, lo abundante este día fue la afluencia de personas, que desde el Zócalo y hasta la avenida Bucareli debieron incluso comprar o alquilar sillas o huacales (a diez pesos las primeras y a cinco los segundos) para poder ver el desfile. Incluso en el cruce donde está la torre de El Caballito, camiones de redilas y toldos de automóviles fueron utilizados como templetes de observación.
Además de las personas que alcanzaron lugar en las gradas instaladas para la parada militar o aquellos que para tener mejor visión se treparon en jardineras y bancas de la Alameda Central, así como ventanales de negocios, casetas telefónicas y los niños cargados en los hombros de sus padres, los curiosos llegaron a formar varias hileras a cada lado de la avenida Juárez, y en lugares como la glorieta de Insurgentes el incremento de observadores era mayor.
Aunado a esto, los vendedores ambulantes colocaron sus puestos en el piso para ofrecer miles de huevos, bolsas de confeti, trompetas y botes de espuma que no se agotaron la noche anterior en el Zócalo y que eran vendidos al mismo precio, a pesar de la poca demanda que para tenían. Fue entonces poco, muy poco confeti el que cayó sobre los militares.
Escasearon las porras, los vítores y los aplausos
El silencio de la gente -que contrastaba con el barullo que protagonizó la muchedumbre concentrada en el Zócalo la noche del viernes- se hacía más notorio cuando callaban las bandas de guerra que acompañaban la rigidez e inexpresividad de los soldados y marinos
No obstante, hubo excepciones, pues el grupo de búsqueda y rescate, acompañado por perros entrenados, así como los contingentes de enfermeras y el de los charros en sus caballos arrancaron espontáneas ovaciones entre los capitalinos sin necesidad de que los militares encargados del sonido solicitaran el consabido aplauso.
El desfile prosiguió hasta cerca de las dos de la tarde frente a Chapultepec, y únicamente cuando los últimos camiones militares atravesaron el Circuito Interior, un niño se atrevió a rociar con espuma de colores la parte trasera de los vehículos, pero entonces ya nadie venía detrás.
De rato en rato Verónica pegaba un brinco, estiraba el cuello parándose de puntas o se asomaba entre los huecos de los que ocupaban los lugares de hasta enfrente para ver el desfile militar. A su primo, Luis Guillermo Bustillo, no lo ha visto desde hace mucho y llegó a la ciudad de México la semana pasada para desfilar, proveniente de Manzanillo, donde "le falta nada más un año en la escuela de la Marina para graduarse".
Con su cámara compacta en la mano pregunta a alguien de enfrente: ƑYa vienen? ƑYa vienen? Y se vuelve atrás para recargarse otra vez en los muros del Banco de México, en la esquina del Eje Central y 5 de Mayo, apenas empezaba la parada y faltaría poco más de una hora para que los de la Armada comenzaran a pasar. Los dejaron hasta el último, junto a las mujeres voluntarias del Servicio Militar Nacional.
Los niños se emocionan con la artillería pesada, pero más de un pequeño, en los hombros de sus padres, terminaron durmiendo recargados sobre la cabeza de sus progenitores, o se distraían mirando las luces verde y roja del semáforo peatonal.
"šUn tractor, papá, un tractor!", gritó de pronto un niño, estirando el brazo para señalar uno tanque de guerra, el cual iba montado sobre la plataforma de un tráiler. "No son tractores, mijo", respondió el adulto, "Ƒqué son?", inquirió el menor, pero el papá se quedó callado.
Y entre las trompetas de los niños que no dejaban de sonar, los motores de los vehículos, el golpeteo de las botas militares en los adoquines, los redobles de tambor y las bandas de música los vendedores ambulantes tampoco daban tregua: "šAhí está el bonito regalo para el niño y la niña. Ahí está el patito, mire: Hugo, Paco y Luis!", gritaban de un lado para otro.
Y como indiferentes a todo lo que ocurría a su alrededor, marchando en completo orden, los militares, todos serios, eludieron los gritos y los aplausos de la gente.
"Yo mejor me subo a un caballo", dijo al final una pequeña, después del paso de los charros y las alazanas, que a diferencia de los primeros iban arrojando saludos, sonrisas y hasta flores, y así terminaba la discusión con el hermano mayor, que no acababa por decidir a qué vehículo militar le hubiera gustado trepar.