Luis Gonzaga Inclán no fue, a diferencia de los otros grandes escritores del siglo XIX mexicano, un hombre público. No ocupó puestos administrativos, no colaboró con ningún presidente, no fundó periódicos, no fue excesivamente religioso pero sí creyente, liberal convencido, antisantanista, y, en suma, un hombre común y corriente, sobre todo un ranchero, aunque más tarde, en contra de sus inclinaciones, se volvió impresor. Nacido en 1816 en el rancho de Carrasco, en la hacienda de Coapa, en el municipio de Tlalpan, su padre fue luego administrador de la hacienda de Narvarte, antes en pleno campo, hoy en medio de la ciudad. Don Luis estudió en el Seminario Conciliar hasta tercero de Filosofía, pero muy pronto se escapó de su casa y se dedicó a las labores del campo en el valle de Quencio, en Michoacán, región que volvería famosa en su novela Astucia, que muy pronto aparecerá en una edición crítica cuidada por Manuel Sol con el rigor que le caracteriza.
La invasión estadunidense de 1847 destruyó su rancho coapeño al que había regresado en 1835 y con la venta de sus despojos compró una pequeña imprenta y una litografía en el centro de la ciudad de México, cerca de Santo Domingo. Allí imprimió su célebre novela que lleva el permiso de impresión del 21 de febrero de 1865, otorgado por un funcionario imperial de Maximiliano. Con ello podemos corroborar que no fue un hombre de estado, pero que las convulsiones históricas del siglo XIX lo obligaron a convertirse en escritor.
Y creo que esta larga introducción no está de más. Me explico: estoy impartiendo un curso sobre novela popular mexicana en la Facultad de Filosofía y Letras y, coincidiendo en días pasados con el debate político suscitado por la posible despenalización del aborto, estábamos analizando algunos de los episodios de la novela donde se narran las vicisitudes de cada uno de los seis charros contrabandistas de tabaco que organizan el texto, libro de aventuras, novela de educación, utopía política. Trabajábamos y discutíamos algunas de las historias y las analizábamos también a la luz de los acontecimientos contemporáneos, revisamos la de Tacho Reniego, sobrino de un famoso arzobispo criollo (en la Colonia) y de un héroe insurgente, semejante a Hércules, que combatía al lado de los hermanos Rayón. Asimismo, analizamos la de Alejo, ''el Charro Acambareño" y finalmente la del ''Tapatío". Las vidas de los charros tenían que terminar, como en los cuentos de hadas, en un matrimonio feliz, pero en las tres historias mencionadas se narran casos de violación.
Resumo uno, quizá el que más importancia tiene en este contexto: Alejo es pendenciero, enamorado, hasta libertino. Cuando quiere sentar cabeza se enamora de una jovencita a quien llaman la ''Monja Cimarrona'', muchacha de rostro virginal, hacendosa, limpia, etcétera, es decir, todas las cualidades que debe tener la esposa de un ranchero, y un solo defecto, la muchacha ha sido violada por un jovencito de la capital que ha utilizado un narcótico para ''profanar su cuerpo", recurso, acusa Inclán, ''vil, miserable, infame". La primera reacción del charro es lavar con sangre la afrenta como lo hace don Gutierre, el personaje de El médico de su honra, de Calderón de la Barca, el gran dramaturgo español de quien este año celebramos el cuarto centenario de su nacimiento. Mariquita rechaza esa solución sangrienta y Alejo decide obligar a quien ha cometido ''la infamia" a ofrecer disculpas públicas a la muchacha, ante quienes están enterados de esa violencia y se habían referido a ella como si se tratase de una ''simple muchachada" o ''una bagatela".
''Porque esa clase de delitos no se olvidan nunca, proclama Alejo, y si en lo judicial es asunto concluido, aún queda por arreglar lo personal, yo vengo por esa niña a escarmentar al pícaro, al traidor, al alevoso, en suma, al sinvergüenza que ha violado su virginidad valiéndose de los medios más inicuos, y que es tan poco hombre que divulga sus crímenes como por vanagloria..., para que otro tan pillo como él practique sus infamias".
Luis Gonzaga Inclán, un mexicano decimonónico, hombre del pueblo, católico observante, provinciano y rural, delinea sin embargo en su novela un código moral mucho más respetuoso y liberal en relación con los derechos de la mujer sobre su propio cuerpo que el de quienes, en el reciente debate sobre la violación y la despenalización del aborto, se han pronunciado tan indignados en su contra.