MIERCOLES 13 DE SEPTIEMBRE DE 2000

Ť Sobre democracia cultural Ť

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Ť Héctor Ortega Ť

El método de consulta para ver si las instituciones de cultura deben prevalecer o no, puede ser un punto de partida para informarse de su eficiencia y para enterarse del conocimiento y participación que los ciudadanos tienen en ellas. Pero el punto nodal relativo a la cultura es el mismo que el existente en la generalidad de las instituciones.

Desde hace mucho tiempo, el autoritarismo prevalece en las instancias culturales. La democracia no se agota en la elección política. Los mecanismos de decisión en la cultura continúan siendo determinaciones unilaterales o de cúpulas palaciegas. Antes, los funcionarios nombraban sin pudor a sus ''delegados" y asumían los riesgos de sus decisiones. Las tomaba el rey. Posteriormente los funcionarios, también por dedazo o compadrazgo, nombraron algunas veces a destacados artistas, honorables incluso, que tomaban las decisiones y elegían a los elegidos. Al emperador ya no había manera de acusarlo de autoritario, ahora se cubría con un grupo prestigioso al que coordinaba, manejaba y, a veces, remuneraba.

Estos llegaron a ser los preferidos de la corte que, a su vez, entre sus amigos, o también, honestamente, elegían a los elegidos. Considero que el mecanismo ha sido siniestro. ƑDónde está la tan mentada democracia en todo esto? Estamos claramente de acuerdo que no es (como hacían los nazis, reyes del populismo), otorgando el poder a la ciudadanía, la manera de decidir si se requiere o no y de qué forma deberá hacerse una operación de apendicitis. En estos casos no es la democracia la que decide. El arte, como la ciencia, es un asunto de especialistas.

Que el público es quien debe decidir cuál es el cine, el teatro y la música que quiere escuchar. Cierto. Tiene derecho. Habría que dárselo, para ello están los comerciantes y quienes viven del rating. Pero no podemos eludir que hay otras necesidades culturales, misión del Estado, que los plebiscitos no pueden resolver sin correr el riesgo de que éstas sean definidas por seres ignorados históricamente por la cultura, en manos de aquello a lo que únicamente tienen acceso por su deficiente información, por su escasa cultura, de la que no son responsables y que hasta por sus escasos recursos económicos son utilizados como botín, como clientela, comercial o política.

Pero lo que es fundamental y pienso que como creadores deberemos defender es (en el Congreso Universitario y como propuesta a los nuevos gobiernos, federal y capitalino) exigir la democracia en la elección de los merecedores de apoyo del Estado a sus proyectos culturales. Eso que se llama la ''comunidad artística", institución que nosotros los creadores deberíamos definir con mayor claridad y conformar, pero no por ello tan ambigua como para negar su existencia, debería tener participación directa en los mecanismos y autoridades que deciden quiénes deberán ser las personas y los proyectos (la difusión, la exhibición, etcétera) que se elijan para su realización (entendiéndolo como un deber del Estado y no como una graciosa dádiva del poder). Mientras no exista esta relación interactiva, no unilateral, los creadores continuaremos siendo como decía Silvestre Revueltas, los bufones de la burocracia y el autoritarismo. El deber del Estado no es dar derroteros a la ciencia y al arte, hecho que no pueden soportar, sino crear los mecanismos para su manifestación y desarrollo, por lo que estas personas que deciden, para evitar zarismos y élites, deberían tener una constante renovación, que sugeriría fuese cada dos años con posibilidades de reelección después de un periodo de ausencia y con un límite temporal.

No habría nunca que olvidar que los funcionarios culturales son o deberían ser administradores, no dictadores, de las propuestas de esa comunidad. Si pretenden ser propositivos deben plantear sus programas y proyectos ante la comunidad artística para su discusión y aprobación.

Para evitar la eterna respuesta sin más comentario que: ''Su proyecto no ha sido seleccionado. Agradecemos, etcétera.", deberíamos exigir a las instancias la obligación de expresar los motivos de su rechazo y su voto razonado y el derecho de los creadores a defender personalmente sus proyectos.

Deberemos exigir de las autoridades culturales un trato personal directo para evitar la indignidad del burocratismo, en el que no somos sino un número impersonal que deja su proyecto y su curriculum y recibe el típico ''don't call us, we call you", mientras nuestro proyecto, en un altero polvoriento, impersonal, duerme el sueño de los justos.

En el arte existen jerarquías. Hay quien tiene mayores merecimientos, y democracia no es igualitarismo. Más merece quien demuestre una historia de desarrollo creativo. Aunque aquí existen las dificultades para demostrar que no es quien más ha hecho ni quien se ha desenvuelto en los terrenos de la creación durante más tiempo quien mayores méritos tiene. En el arte no hay escalafones, pero habría que otorgar respeto a quien ha manifestado una vida de compromiso y trabajo.

Uno no puede soslayar el derecho a ser escuchado cuando las estructuras del diálogo no son del todo democráticas sino mecanismos de control. Merecen respeto aquellos actos que han sido llevados por la desesperación ante la sordera y la actitud hegemónica que sólo permite las expresiones del poder y del dinero. Su manifestación es necesaria cuando las puertas permanecen cerradas y la represión impide su acceso. Pero no es el que llega primero o el que utiliza los medios más violentos contra los mecanismos de diálogo que la sociedad ha abierto con su lucha democrática, quienes tienen derecho a adueñarse de las estructuras culturales, ni quienes deben decidir los mecanismos que han de regir la administración cultural por más bien intencionados que sean. Estos han de decidirse mediante el diálogo y no por la rebatiña o el chantaje de la violencia. (Remember ''La Loba").

Estas actitudes caóticas tan sólo provocan el triunfo de quienes pretenden mantener el poder y como nos lo mostraron los acontecimientos recientes, tales comportamientos tan sólo coincidieron con las opiniones y con los intereses de los grupos más reaccionarios del país. Los extremos se tocan.

En los terrenos culturales es por demás claro que nuestro país requiere, entre otras cosas y de manera fundamental, de una propuesta cultural dedicada al rescate de la ciudadanía y los jóvenes, especialmente aquellos de escasos recursos, con quienes los nuevos gobiernos y los ciudadanos tienen (tenemos) una enorme deuda que saldar, pues son ellos a quienes la cultura les ha sido por siempre negada, por decir lo menos. A ellos habría que rescatar del comercialismo salvaje para conducirlos o apoyarlos para encontrar sus auténticas formas personales de expresión e identidad, sin negar por ello las manifestaciones profundas y sutiles de la cultura universal, sino facilitándoles su acceso a ella, especialmente en el área económica (acceso a los locales culturales, libros, discos, museos, cromos, cursos, becas, talleres, videocasetes, actividades, etcétera), en fin, a la cultura en todas sus manifestaciones.

Sin negar la posible participación de las instituciones privadas en la cultura, habría que deslindar con toda precisión quiénes hacen la cultura y quiénes la patrocinan. Aquí, en estos momentos de neoliberalismo, desregulaciones y globalizaciones no reza el refrán de ''el que paga manda". Habrá que reiterar hasta el cansancio que ''la cultura no es negocio". Que es la más profunda expresión del hombre e identidad de las naciones, no es complacencia ni divertimento sino crítica y compromiso. No habría que confundirse.