MIERCOLES 13 DE SEPTIEMBRE DE 2000

Ť Piedra infernal Ť

Ť Malcolm Lowry Ť

Sala de neumoterapia 382. Depto. de electrocardiografía 257. Quirófanos 217. Fisioterapia 320. Lab. de neuropatología 204. Marque 0 para los números psiquiátricos...

Depto. de terapia ocupacional 338...

El cuarto estaba lleno de una marea de ruido casi continua y sin mengua. Incapaz de aguantarlo en un principio, Plantagenet había terminado por martillar tan estridentemente el suave metal, dándole la forma de un cenicero acanalado, que tal parecía que con ello hubiese querido ahogar la plaga de aquel ruido para siempre.

Pero había ocupaciones más tranquilas. A su lado, Garry pintaba de verde un pato de madera, y Battle tejía un sombrero de paja en forma de platillo, al tiempo que cantaba Ole Man Mose is Dead, aunque esta terapia siempre desencadenaba sus ataques y, de vuelta al pabellón, era seguro que intentaría subirse por la chimenea otra vez.

-Bueno, Ƒy cómo estás, Battle? -Uno de los afanadores echó una mirada al grupo, se detuvo lo suficiente para agitar sus enormes llaves, luego se marchó. Bill escuchó voces provenientes del pabellón que murmuraban: ''ƑEs éste un hospital o una prisión?" ''Es una prisión". ''Bueno, tengo que venir hasta acá una vez a la semana, señor... Cualquier otra cosa, la cobro aparte". ''El tipo dormido de allá, Ƒlo ves? Traía dos pistolas en el bolsillo, calibre veintidós, y una maleta llena hasta el tope de balas. Asaltó aquella tienda, Ƒve?"

''Se hizo pedazos, šse derrumbó!"

-Bueno, no sé exactamente cuándo me van a soltar -murmuró Battle vagamente. Le pregunté al doctor, y ni pío; pero creo que va a ser pronto.

-Después de tomarte la temperatura.

-šSí, la paletita de siempre, sí, señor, hombre! -dijo Battle-. Cuando vienen a darte la paletita, luego te mandan a tocar el piano, sí cómo no -arrastró los pies hasta el rincón.

-Vamos, vamos. Te enseñaré la clave semáforo -dijo Garry. En un tris, Battle hacía señalizaciones en imitación.

-Mueve la mano izquierda hasta la E. Para hacer la M, muévete a la F -repetía Battle después de Garry, y de inmediato comenzaba a boxear con un adversario imaginario, aunque Garry seguía con lo de las señalizaciones. Un hombrecillo de barba que pasaba se dijo en voz alta: ''Esa es la clave semáforo. Todos los scouts la utilizan".

Battle resopló y volvió a lo de la clave semáforo, ante el júbilo de Garry, gritando: ''šA, Be, Ge!'', mientras Garry le levantaba las palmas color de rosa. Otros negros aparecieron ahora que la clave semáforo se estaba transformando en un grotesco baile. ''Du-bi, du-bi, du'', gritaban, saltando en torno a las camas. ''Di, da, du, o-o, tup, tetup, šti-tuuu!''

Battle golpeteaba a Garry entre juego y juego. ''šMira este jab izquierdo! Qué, Ƒme tienes miedo?".

Plantagenet de repente captó, por entre los barrotes, cuatro operaciones que se llevaban a cabo simultáneamente en el ala opuesta, en habitaciones de cristal muy bien iluminadas, de manera que parecía como si el frente de aquella parte del hospital de pronto se hubiera abierto, revelando, como en los planos de la cabina del Cunard o en los esquemas de la propia anatomía humana, lo que ocurría tras el espectro de acero o ladrillo o hueso: y resultaba extraño observar aquellas figuras disfrazadas de blanco trabajar tras el vidrio que ahora brillaba como un espejismo. Al mismo tiempo, la escena toda que yacía ante ellos de repente, cual suave, tejedora mano blanca de un policía de tránsito, se devanaba hacia él; sentía que con sólo estirar los dedos podría tocar al médico que trabajaba en el lado derecho de la mesa, cosiendo una incisión, o a la enfermera que enyesaba y vendaba al paciente o tapaba el cuerpo con una cobija; y le parecía que al mismo tiempo, todo este vendar y desvendar en esas horas de luz del norte se ponía, se quitaba y se volvía a poner sobre una laceración de su propia mente.

O... Ƒacaso estaría muerto? Ajá, šobserva al cirujano ranurar el pie del muerto! Y Ƒahora qué sigue, Nostradamus? ƑHabrá sangre? ƑO es que se ha coagulado en algún órgano vital? Sangra, muerto, sangra, devuélvele la calma al pobre cirujano, para que no tenga que emborracharse y hacer eses, dar de tumbos a ciegas, pasar por el horror de las ratas, el giro de los molinos y los cocteles de ron con naranja; sangra, para que él no termine reflexionando en el verano que hasta la propia Naturaleza está poseída de la temblorina, la ardilla neurótica y los gorriones que mordisquean la mierda donde los mulatos, los criollos y los cuarterones han pasado galopando entre la negra polvareda; sangra, para que él no tenga que ponerse a pesar en cuánto más hermosas son las mujeres cuando uno se está muriendo y se van deslizando por las calles bajo los tenues árboles, con los pechos meciéndoseles cual retoños bajo cálidas rachas de viento; sangra, para que él no tenga que escuchar el piojo de la conciencia ni el gruñido de hombres imaginarios, ni ver sobre las persianas toda la noche a los malvados espectros...

-Pero señor Battle, está usted despedazando el sombrero. Lo está haciendo todo mal -decía una voz de maestra de escuela.

-ƑQue lo estoy haciendo todo mal, de veras, señora? Según yo, lo estoy haciendo bien. ƑEste es el tratamiento 29 o qué? -Y un momento después, conforme el colorido sombrero se partía en pedacitos-: šYo le voy a aplicar el tratamiento 63!

Más tarde, se encendieron en lo alto las nueve luces sobe su base circular, sobre los viejos a los que se consideraba demasiado temblequeantes o demasiado obscenos para comer con los demás en el comedor normal; se inclinaban sobre su consomé envueltos en una desesperación gris, tamblorosa; algunos no parecían saber siquiera que estaban comiendo; la comida quizá insípida para ellos al probarla lenta y adormiladamente con sus cucharas inofensivas; y otros ni siquiera hacían el intento de comer, sino sólo mantenían su sonrisa fija, como si la sola idea del sufrimiento les otorgara una cierta comodidad perversa. Al observarlos, Plantagenet llegó a creer gradualmente que comprendía el significado de la muerte, no como una repentina emisión de violencia, sino como una función de la vida. Se puso de pie, en actitud de rechazar a un enemigo; luego dejó caer las manos flácidas a sus costados.

Hubo gran cascabeleo de llaves, alguien abría la puerta del baño, y Battle, que andaba a tropezones por ahí justo entonces, gritó: ''šExcusado! šExcusado! No tengo ganas de sentarme. Más bien tengo ganas de cagar en el piso". ''Hora de una colillita", murmuró una voz, y el arrastrar de pies se aceleró.

La puerta del baño resonó al azotarse y las llaves se fueron tintineando por el corredor.

Cuando regresaron al pabellón principal, Battle intentaba treparse por la chimenea. Los afanadores lo jalaron y se dejó caer de cara al piso, negándose a moverse.

Garry y Bill, de pie, permanecieron cerca. El señor Kalowsky los observaba balanceando su cuchara, deslizando la mirada mecánicamente, como un ventilador lento, de ellos a Battle y de ahí a los afanadores y de regreso.

Un rato después, el heroico Battle se agitó e incorporándose se talló la cabeza y, mirando a la enfermera a los ojos, aseveró, con una cordura consumada:

-No importa a qué juegue una mujer, sepa o no sepa jugar, te gana, te gana.

 

Lunar Caustic, el título en inglés de esta alucinada narración de Malcolm Lowry, aureolada de mítico prestigio, texto de culto entre lowrianos del que sin embargo no existía una traducción fiel en español, se refiere al nitrato de plata, el cáustico lunar o ''piedra infernal" de la química.

Además de México, tres pasiones tuvo el autor de Bajo el volcán: el mar, la música -en particular el jazz- y el alcohol. El personaje de estas páginas lunares, infernales, cáusticas, momentáneamente petrificantes, un tal Bill Plantagenet (apellido, desde luego, de Ricardo Corazón de León), es un pianista siempre azumbrado por el trago, y asombrado por el azar que traslada las iluminaciones de su permanente temporada en el infierno a un averno, esta vez, compartido: el tristemente célebre Bellevue Hospital, adonde Lowry aseguraba que acudió deliberadamente ''en peregrinaje". Santuario de los marineros locos, los beodos dementes, los negros delirantes y los pobres en especie y de espíritu, el hospital es una suerte de enorme buque ebrio encallado en Manhattan a la vera del East River, con su tripulación de personajes inolvidables, y su paisaje de densa poesía, desamparada humanidad y preguntas atormentadas.

El genio de Lowry, a la vez cómico, compasivo y atroz, está todo entero y condensado en esta narración formidable.

Es gracias a la editorial Era que ofrecemos a nuestros lectores el siguiente adelanto.