Para su largom etraje La ciudad, el realizador independiente David Riker concibió una estructura sugerente: reunir cuatro historias, sin divisiones claras, como si una fuese prolongación o variante de la anterior en una atractiva narración polifónica. Y como las historias describen aspectos de la vida de inmigrantes latinos en Nueva York, provenientes de varios puntos del continente hispano, se refleja también en cada una la variedad lingüística y cultural, la diversidad de acentos y giros idiomáticos, los tipos diferentes de música, y se rescatan algunos elementos compartidos, dos de ellos, capitales: la religión católica y la nostalgia del terruño.
Nueva York, tierra baldía. Las imágenes que presenta Riker de la gran urbe rompen con los clichés habituales, apenas se percibe, muy a lo lejos, el conjunto de rascacielos, los personajes deambulan entre multifamiliares, terrenos abandonados, y zonas de trabajos públicos, con inmuebles demolidos o a punto de serlo.
Los inmigrantes que captura la cámara de Harlan Bosmajian, en estupendo blanco y negro, viven fuera de Manhattan, en centros laborales claustrofóbicos, como los talleres de costura, o en variantes de campos de trabajo forzado, como las obras de construcción, donde los jornaleros ganan quince centavos por ladrillo limpiado. Se les observa en sus faenas cotidianas, a la salida del trabajo, en sus fiestas populares, como el baile de quince años donde un joven mexicano, recién llegado a la gran urbe, y sin mucho sentido de la orientación, se enamora de una joven de su mismo pueblo natal.
Hay también la historia emotiva del joven que muere en un accidente laboral, o de la costurera que no consigue cobrar su sueldo ni juntar el dinero para atender a su hija hospitalizada a tres mil kilómetros de distancia, y otra más, la del titiritero ambulante que no logra colocar a su hija en una escuela pública por no tener un domicilio fijo.
En varias ocasiones la película parece a punto de perderse en un tono grandilocuente o una situación melodramática, pero pronto recobra el director la sobriedad y el control narrativo mediante recursos eminentemente plásticos, como el escrutinio de rostros, gestos y actitudes, todos de elocuencia extraordinaria.
El segundo cuento, llamado Casa, es ejemplo de este dominio del lenguaje. Los rostros de los jóvenes amantes son expresivos y muy bellos; en un momento de lirismo, ella exclama: ''Desaparece la música y la ciudad. Me siento como en mi pueblo, quizás estamos en México".
La última historia, "Costurera", es posiblemente la más intensa, con las barreras de lenguaje entre obreros latinos y capataces orientales, y una revuelta laboral que resume a la vez la generosidad afectiva y la impotencia en tierra extraña.
Las historias de La ciudad quedan siempre inconclusas, como si debieran reflejar el tránsito accidentado de los propios inmigrantes, su porvenir incierto, su melancolía insaciable, y una realidad urbana que multiplica las oportunidades al tiempo que cancela las certidumbres morales y afectivas más entrañables. El resultado es notable.