JUEVES 7 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Ť Silendra Ť
Ť Elizabeth Subercaseaux Ť
Elizabeth Subercaseaux es periodista y escritora. Nació en Santiago de Chile en 1945. Ha impartido conferencias sobre la libertad de expresión, la dictadura de Pinochet y los derechos humanos, tanto en su país de origen como en universidades estadunidenses.
Los cuentos que integran Silendra fueron escritos y publicados por vez primera en 1985; han sido traducidos al inglés y figuran en la antología Secret Weavers. Stories of the Fantastic by Women of Argentina and Chile, de Marjorie Agosi, editada por White Pine Press. Ahora, Editorial Alfaguara presenta en México esas historias: ''La voz de la abuela sin vida que, como una herencia, permanece oculta en el rincón para transmitir a sus nietos las cosas que los periódicos no publicaron y que nadie investigó".
Con la autorización de Alfaguara ofrecemos a nuestros lectores un adelanto de esta obra.
1. Tapihue
Nunca apareció en la prensa; ni siquiera cuando el río La Toribia se anegó y las aguas subieron hasta el segundo piso de la casa del cura llevándose tres de los cuatro archivadores que guardaba don Francisco,
dejando así a la mitad de la población sin nombre registrado y sin fecha de nacer ni de morir.
En esos tiempos, los périódicos se ocupaban de otras cosas.
El país no se enteró de las últimas palabras de Enedina, cuando besó a sus hijos por primera vez. Nadie supo que Ramón Chandía volvió de la muerte. No fue por mucho tiempo que volvió, en realidad... Venía convertido en Fulgencio, pero nadie lo supo.
Las gentes que habitaban en ciudades importantes, no se informaron de lo que sucedió allá, en el potrero del Peral; no supieron que en el potrero aterrizaba un
pájaro de vidrio, que abría el vientre y luego se encumbraba, más pesado que al principio, lleno de campesinos amontonados. Hasta perderse.
ƑQuién investigó lo de Juana? Nadie. ƑCómo iban a investigarlo si ni los vecinos conocían su nombre? Fue Gilberto quien dijo que Juan se llaman los sin nombre registrado.
El rincón de Adela sigue estando donde mismo. Adela murió hace muchos años. Pero no su voz.
Filuca habrá olvidado gran parte de su infancia, pero no voló de su memoria el momento ese, cuando entró en puntillas a la pieza, con la bacinica en la mano,
llamándolos: ''ratoncitos, ratoncitos", y descubrió a la vieja en el rincón.
Los féretros de Gilberto eran féretros de roble. Ni reyes, ni mandatarios, ni dictadores han dormido en camas tan hermosas como esos ataúdes de Tapihue: pueblo que no apareció en los diarios y que no está señalado en los mapas del país porque el Capitán ordenó que lo borraran.
Pero no murió esa tierra colorada donde Enedina y las Melanias vivieron esos años entre el desamparo, la resignación y la muerte.
2. Enedina
Tenía un rostro de muda tristeza. Pasaba largos ratos sentada frente al brasero esperando que el agua hirviera. Pero no era eso lo que esperaba: cuando la tetera, temblando de humos y calores, comenzaba a
tambalearse, ella seguía donde mismo.
No sabía leer ni escribir. Era sabia por naturaleza. ''Estoy cansada de infinitos", dijo un día. En realidad no lo dijo, pero como si lo dijera.
Su cara era pálida. El pelo negro. Los ojos, como espejos de agua, parecían buscar a las personas en otros espacios. No las miraba: adivinaba sus pensamientos, creo.
Hablaba muy poco, y cuando lo hacía era para decir una que otra frase corta, que aparentemente no tenía relación con nada, pero no más decirla adquiría una dimensión distinta. ''Hoy es jueves también, como ayer".
Era pobre como una cebolla, y cerrada. Ella no lo sabía o quizás no le importaba.
Tenía cinco hijos que se deslizaban por el corredor de la casa, silenciosos, como gatos. Prolongaciones de ella misma. Uno sabía, con sólo verlos: Vitoco, Ramón,
Nora, Francisca, Eduvina, que sus destinos estaban ligados a ese otro destino como el torrente de la sangre a la suerte del corazón.
Nadie los vio cerca de ella. Nadie escuchó que ella los nombraba o que los hijos dijeran ''mamá". Sin embargo, estaban pegados. Formaban un árbol. Y así como las ramas no bajan a conversar con las raíces... Así eran.
Se llamaba Enedina.
''Me duele la cara", dijo una mañana. Lo dijo de verdad. No sólo eso: ''cuando duele la cara, el cuerpo se convierte en esponjas vivas y no sabe si el hambre es hambre o ganas de morir; el tiempo sigue siendo el tiempo, pero sin horas. Los ruidos llegan como si vinieran desde lejos, y la muerte se hace inalcanzable, porque cuando duele la cara uno sabe que ella no vendrá".
Por la tarde besó a los hijos. Era la primera vez: ''Voy al bosque a buscaragua", dijo. De allí no volvió nunca más.
Al día siguiente, su cuerpo amaneció balancéandose con una dulzura de bandera sin país, olvidada por todas las fronteras.
3. Francisca
Francisca observaba el balanceo del cuerpo de su madre. Las rodillas blancas se movían cuando el cuerpo se movía y el cuerpo lo hacía cuando lo hacía la rama
del Quillay. ''Las suelas de los zapatos siempre están pisando tierra. Ahora está el aire bajo ellas'.' Recordó el día en que Vitoco llegó con la caja bajo el brazo.
-Me dijo que son importados, que los hombres y las mujeres se ponen los mismos zapatos porque ya no es como antes. Por eso es que tienen cordones- le
explicaba mientras Enedina abría la caja. Después miró los zapatos recién comprados y una tristeza se le pintó en la cara. Francisca estaba mirándolos desde el
Eucaliptus.
Por la noche entró en puntillas a la pieza, tomó la caja y fue a sentarse bajo el Eucaliptus. Cuando estaba metiendo el pie en uno de los zapatones, pensó que el árbol era un gigante: ''bajará sus manos y va a quitarme los zapatos."
El árbol no hizo nada, pero un hombre se detuvo frente a ella:
-ƑQué haces aquí y a estas horas de la noche?
La chiquilla se levantó de un salto y corrió hasta la casa.
Ahora miraba los cordones: parecían lápices blandos haciendo dibujos en el aire. Sobre los zapatos colgaban las piernas flacas. Y más arriba, Francisca sabía que empezaba el ruedo del vestido de percal.
-ƑQué estás cosiendo Enedina? -había preguntado la nieta del patrón. Y ella respondió con un silencio buscando los ojos de Francisca que se deslizaba por
allá. Su madre nunca respondía a las preguntas, pero esa vez la niña creyó escuchar: ''el vestido de Francisca."
-Levantó un poco la cabeza. ''Ese vestido lo quiero para mí".
Cuando descolgaron el cuerpo y lo tendieron en el pasto humedecido por la noche, Francisca no miró el rostro infinito y hermoso de su madre: solamente se
fijaba en el vestido. Ya iban los hombres de vuelta, con el cuerpo en la carreta, cuando comenzó el viento.
''Francisca: el vestido es para ti", dijo Enedina. Nunca lo dijo, pero como si lo dijera.