MIERCOLES 6 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Desvanecimiento
* Luis Linares Zapata *
El último informe de Zedillo es una prueba, a escala nacional, de cómo un régimen que gobernó al país se ha desvanecido en medio de reclamos por la injusticia creciente, por las inconsistencias desplegadas en distintas ocasiones, autocomplacencias varias, logros medianos, aspiraciones contenidas, ideas confusas y muchas tareas inconclusas y otras más por hacer, que ni siquiera se iniciaron. El epílogo de su sexenio es una exhalación sin sobresaltos, una reflexión gris, tironeada, con enormes huecos y poco soporte. Presidió un gobierno que no quería cambiar su talante autoritario y, por su inacción congénita, posibilitó su derrota y, con ello, el dibujo de un nuevo panorama político donde se expresa de mejor manera la voluntad soberana de los mexicanos.
De los gobiernos priístas a la usanza de aquellos emanados de la Revolución ya no quedan, ahora, sino unos cuantos vestigios. Se les recuerda, no sin cierta nostalgia, como administraciones que pudieron darle grandes satisfacciones materiales a sus habitantes y, como nación, una digna postura soberana en medio de un mundo polarizado, amenazante y, a veces, destructor. Pero también se les señala como estructuras autoritarias, corruptas, patrimoniales y centralizadas. Incapaces de enfrentar los retos de una competencia descarnada que impone la modernidad globalizada. La infusión neoliberal que recibieron a partir del año 82, en cambio, les achicó las miradas y el ritmo de crecimiento, los redujo a débiles expresiones y trastocó las tendencias distributivas que habían sido el sustento de su continuidad en el poder. Los neoliberales priístas (1982 a 2000) quisieron cambiarlo todo y pudieron hacer bastante poco. Revolvieron muchos expedientes y casi nada dejaron en el lugar y momento adecuado. Fueron administraciones plagadas de errores y le pasaron a la nación una enorme factura en forma de deuda colectiva que alcanza, con el Fobaproa en el estribo, cantidades fantásticas. Pero en esa remoción apresurada, poco meditada, ineficiente y poco participativa, muchas cosas cambiaron.
Desde los años sesenta México y sus organizaciones sociales, partidos e individuos en lo particular, emprendieron una transición que, finalmente, ha llegado a una etapa desde donde bien se puede atisbar lo que se ha dado en llamar la normalidad democrática. Y esto es el mejor de los saldos que trató Zedillo de resaltar y presumir sin que, en esencia, le corresponda el mérito. Y es aquí, en el resbaladizo terreno de la democracia, sobre todo en su vertiente electoral, donde radica gran parte de su distancia y virtual rompimiento con los priístas. Estos, en una especie de ira y ceguera estomacal, le reprochan su accionar de cara a los sucesos del 2 de julio. Tal parece que le solicitaran al Presidente, de manera por demás airada, que no echó mano de sus poderes metaconstitucionales para inclinar el resultado a su favor. Y más que eso, que no hubiera actuado a la legalona, que no retardara el reconocimiento del triunfo de Fox y que al menos tratara de apañarse algo de lo que la voluntad de los electores les negó. Hubieran querido un Zedillo impermeable a las exigencias indetenibles de la sociedad y que arriesgara hasta la estabilidad del país. Afortunadamente no procedió de esa torpe manera y ése es un logro de consideración.
Pero Zedillo no tiene, como en variadas ocasiones lo demostró, el talante democrático que él mismo se atribuye o el que algunos críticos pretenden reconocerle. Y esto bien puede observarse en sus alocadas intervenciones en la vida interna del PRI o en el nombramiento de candidatos a gobernar varios estados. Puso y quitó presidentes del CEN a su antojo, como en los mejores tiempos de los prohombres de la Revolución. Manoseó las selecciones de candidatos a diputados y senadores cuanto quiso, aun en el actual Congreso dejó su inocultable rastro. El mismo triunfo de Labastida tuvo un poderoso ingrediente de oficialismo.
Sin embargo, las señales que envían ciertos indicadores macroeconómicos hacen meditar en los límites y las incapacidades de seguir la ruta marcada por las incómodas cruzas entre priístas y tecnócratas, sobre todo los de formación financiera. El déficit de la cuenta corriente dice Zedillo que es manejable, menor a los que se tuvieron en el final del salinato (25mmdd), una de las causas principales del quiebre de 95. Pero si al que ahora se tiene se le restan las transacciones de maquila y los excedentes obtenidos por los elevados petroprecios, operación altamente recomendable, se verá que esos enormes déficit anteriores han vuelto y están presentes en el grueso de la economía, la interna. Déficit externos de ese volumen hablan de carencias e imposibilidades de la fábrica nacional y, por tanto, de las transformaciones que se requieren para hacer sostenible el desarrollo. El actual modelo de crecimiento llegó a su fin junto con el régimen de gobierno. Pero se sostiene, sin otra crisis de seria magnitud, debido a precios y condiciones que bien pueden, como ya ha sucedido, cambiar de manera incontrolable. Consolidar la reforma del Estado e introducir modificaciones sustanciales a la economía interna, que vayan más allá de una necesaria reforma fiscal, son, por tanto, las tareas que se tienen por delante y que darán la medida del próximo liderazgo del país ante la inanición del sistema que Zedillo sepultó. *