MIERCOLES 6 DE SEPTIEMBRE DE 2000
* Carlos Martínez García *
Intolerancia y crítica
A la crítica por pretender absolutizar una fe particular el semanario católico Nuevo Criterio le llama intolerancia. En su edición más reciente la publicación señala como intolerantes, enemigos de la libertad religiosa y de expresión a quienes disienten radicalmente de las posturas sobre el aborto asumidas por el cardenal Norberta Rivera Carrera. Como desde este espacio yo he criticado el autoritarismo del purpurado, me parece adecuado explicar por qué dar la batalla de las ideas es algo muy distinto a vulnerar los derechos de otros a expresar sus convicciones.
La Iglesia católica, sus prelados y feligreses tienen el derecho de creer lo que creen y vivir de acuerdo con esas creencias. Respetar y hacer que otros ciudadano(a)s de convicciones distintas respeten el ejercicio de la fe católico romana es una de las tareas de un Estado laico, que por otra parte debe cumplir la misma función con otras confesiones religiosas. Pero respetar no es sinónimo de anulación de la crítica, del debate civilizado entre cosmovisiones, de manifestación de francos desacuerdos y contradicciones. Intolerancia es negar a los otros el derecho a coexistir con nosotros en un determinado espacio social, buscar su expulsión porque amenaza el monolitismo que asumimos como la normalidad. Nada de esto último deseamos o pedimos contra Nuevo Criterio o el órgano de la Arquidiócesis de México, Desde la fe, tampoco versus los cardenales Norberto Rivera y Juan Sandoval Iñiguez. En cambio ellos, y muchos otros obispos y arzobispos, sí han dado muestras reiteradas de que aspiran a reducir lo más que puedan el ejercicio de la libertad de conciencia y otros derechos humanos de las minorías religiosas, sexuales y, en general, de quienes disienten de la doctrina y ética católicas.
Nuevo Criterio quiere ver persecuciones contra la Iglesia católica donde sólo existen desavenencias ideológicas. En el editorial de la publicación leemos: "Resulta que ahora quienes invocan la tolerancia, incluso para el mal, la mentira, las faltas a la moral, las agresiones a terceros y las aberraciones sexuales contra la naturaleza, son los que se vuelven intolerantes contra la vida y la oración, invocando falsamente derechos exclusivos de la clase política, en asuntos que competen a todos los hombres" (y las mujeres, agrego yo). A los jerarcas católicos, acostumbrados a dar órdenes y repartir excomuniones, les resulta difícil aceptar que en una sociedad crecientemente plural y democrática las vías para ganar autoridad son la transparencia en las acciones realizadas, el convencimiento y la confianza que puedan ganar entre sus adeptos. Los altos prelados católicos sufren el síndrome de los políticos priístas, el de saberse vencedores de antemano y sin necesidad de esforzarse porque los adversarios carecían de fuerza para representarles reto alguno. Pero cuando el escenario cambia y el contrincante sabe cómo vencer al gigante con pies de barro, éste descubre su vulnerabilidad y poco puede hacer para evitar caer estrepitosamente.
Resulta casi irónico que los maestros de la intolerancia y la persecución contra la diversidad cultural se quejen cuando se les critican sus exorcismos a todos los que caracterizan como demonios, nada más porque tienen la osadía de poner en tela de juicio las opiniones y acciones de la cúpula clerical. Es ésta la que no ha vacilado en linchar simbólicamente a sus opositores, endilgándoles términos peyorativos que buscan el escarnio. Han sido conspicuos integrantes del Episcopado mexicano, o representantes aquí de Juan Pablo II, los que llamaron a los protestantes "moscas" y personas "sin madre" (por no rendir culto a la virgen de Guadalupe), antimexicanos enemigos de la identidad nacional, alguno los comparó con "los narcosatánicos y otras sectas". En la España del siglo XV los clérigos intolerantes acuñaron el despectivo "marranos" para referirse a quienes se convertían del judaísmo o del Islam al catolicismo. Fue esa misma intransigencia, aplaudida por los curas, la que llevó a que el 31 de marzo de 1492 los reyes Isabel y Fernando promulgaran el edicto de expulsión que daba un plazo de cuatro meses para que los judíos abandonaran España. La resolución tenía como fin evitar "el gran daño que a los cristianos (es decir, a los conversos) se ha seguido y sigue de la participación, conversación y comunicación que han tenido y tienen con los judíos, los cuales se prueba que procuran siempre, por cuantas vías y maneras tienen, de subvertir y sustraer de nuestra Santa Fe Católica a los fieles cristianos". Queda para el registro la aseveración, no hace mucho tiempo, del cardenal mexicano que envió a lo(a)s practicantes de relaciones sexuales, distintas de las sancionadas por la Iglesia católica, al veterinario ya que "amaban como animales".
Es imposible regresar la rueda de la historia a tiempos cuando no había más que acatar los pareceres y excesos de los funcionarios eclesiásticos. La sociedad de los súbditos quedó atrás, y por lo mismo es anacrónico querer maniatar la función democratizadora de la crítica.