DOMINGO 3 DE SEPTIEMBRE DE 2000
MAR DE HISTORIAS
Escribiré tu nombre
Ť Cristina Pacheco Ť
Hice mal en subir al cuarto de Alejandro. Hubiera sido preferible mantenerme lejos. Esta noche cedí: los mensajes enviados con otros internos me vencieron. Iba preparada y cuando me preguntó por qué no había ido a verlo inventé cualquier pretexto.
Fingió creerme y se lo agradezco porque así no tuve que decirle la verdad: me había alejado de él porque me duele oír su voz. En las últimas semanas se le ha ido hundiendo en el pecho y es difícil escucharla. Cuando pretende gritarme y no lo consigue, pienso en las mariposas que caen heridas y aletean con la esperanza de alzar el vuelo.
De unos meses a la fecha depende de mí para no sentirse abandonado. Ya no tiene fuerzas para levantarse de la cama y reunirse en el patio con otros enfermos, menos para subir a mi oficina. Nadie, ni siquiera él, me creería que extraño verlo aparecer vestido con su camiseta morada, las mallas guangas, los chanclones de correas y el chal rojo cruzado sobre el pecho. Extraño incluso sus reclamaciones: "Mujer perversa, bruja malvada, Ƒpor qué ya no me quieres? / ƑPor qué ya no me nombras?/ ƑPor qué con mis tristezas/ siempre solo he de vivir..."
En esas ocasiones fingía disgustarme y le contestaba: "Porque yo sí tengo cosas qué hacer, no como otros, que se la pasan tirados en la cama rascándose el ombligo". Alejandro me contestaba, como es su costumbre, con trozos de canciones que, según él, lo hicieron famoso en los escenarios nocturnos.
Me parece estar oyéndolo: "Aunque no lo creas, chulita, eran los más grandes, los más concurridos y también los más pinchurrientos. La gente enloquecía en cuanto me anunciaban: Y ahora, con ustedes, la sensual Alejandrina".
Antes de que se agravara, Alejandro me ayudaba a ordenar y revisar los expedientes de los nuevos internos, todos enfermos terminales como él. La primera vez que se ofreció como voluntario le pregunté si no le resultaría muy doloroso acercarse a historias similares a la suya. Me sonrió, se llenaron los ojos de lágrimas y negó con la cabeza, entonces empenachada con una melena rojiza muy llamativa que poco a poco se ha ido reduciendo a mechones ralos.
II
Cuando Alejandro se vaya lo voy a extrañar tanto que acaso no podré seguir trabajando aquí. La otra mañana se lo comenté al doctor Domínguez. El me recordó la cantidad de veces que, al ver morir a uno de nuestros enfermos, he dicho lo mismo y sin embargo continúo: "En dos o tres días se le pasará la tristeza y pronto volverá a encariñarse con algún otro paciente al que usted considere más necesitado de afecto".
No lo creo. Nunca llegará aquí nadie tan especial como Alejandro. Es un conversador maravilloso y salpica sus historias con trozos de canciones. Tiene una voz excelente. Cuando lo descubrí se me ocurrió sugerirle que diera un concierto para sus compañeros. Alejandro reaccionó como menos esperaba: se tapó la boca con ambas manos, retrocedió hasta el fondo de la oficina y me juró que nunca más volvería a cantar.
Me asusté. Alejandro estaba recién llegado al albergue, ignoraba si su enfermedad había afectado su cerebro. Mandé a una compañera en busca del doctor Domínguez. Le dio un sedante. En la mañana temprano hice mi recorrido por el pabellón donde tiene su cama Alejandro. Lo encontré cubierto de pies a cabeza con su chalina roja, como si quisiera aislarse del mundo. "ƑSe siente mejor?" Mi pregunta bastó para que Alejandro se pusiera a temblar. Quise tranquilizarlo y acaricié su hombro. Su respuesta fue un alarido desgarrador. "ƑLe duele?" No respondió.
La jefa del voluntariado, que hacía la inspección en ese momento, se acercó: "Déjelo. Ya no le diga nada porque se angustiará más". Acepté el consejo y me fui a recorrer los otros pabellones. Por la tarde regresé al "T". Alejandro continuaba en la misma posición. Eso me inquietó y retiré el chal con que se cubría.
Grité al ver arañazos en el cuello, el pecho y los brazos de Alejandro. Quise saber quién lo había atacado. Con una voz femenina, desconocida para mí, me dio una respuesta que me desconcertó: "Fue mi papá. El me lo hizo todo". Me miró a los ojos: "Tú tampoco me crees, Ƒverdad?" Derrotado por su conclusión, Alejandro cruzó los brazos sobre sus rodillas y se puso a llorar en silencio.
Después de ese día Alejandro me evitaba. No intenté forzarlo. Esperé a que me diera señales de haber recuperado la confianza. Las recibí la mañana en que entró en mi oficina y manifestó su interés por trabajar como voluntario. A partir de ese momento, y hasta hace dos semanas, él se encargó de ordenar los expedientes de los recién llegados.
Cuando me ve muy preocupada por el decaimiento de Alejandro, el doctor Domínguez me dice en broma que no me preocupe, no faltará otro enfermo que atienda el archivo. Quizá, pero no creo que haya otro que lo haga como Alejandro. Desde el primer día noté la delicadeza y el cuidado con que tomaba las carpetas. Una vez que me descubrió mirándolo me explicó la razón: "Cuando uno se enferma de esto, lo que más necesita es un mimo, algo bonito, algo que sea como una canción del alma".
III
Recordé lo ocurrido la mañana en que descubrí su don para cantar. El pareció adivinarlo: "ƑSabes? A veces pienso que mi vida sería muy distinta si yo no hubiera nacido con esta voz. ƑDe quién la heredé? Ni idea. Yo nunca se lo dije a nadie pero desde chiquilla me gustó cantar. Cuando mis papás se iban al puesto me dejaban encerrado en el cuarto. Vestido con la única ropa buena de mi madre, cantaba horas enteras. Cómo me acuerdo".
Alejandro cerró los ojos, se apoyó en la pared y cantó: "Silencio, que están durmiendo/ los nardos y las azucenas./ No quiero / que escuchen mis penas/ porque, si me ven llorando,/ morirán".
Otra vez me deslumbró su voz. Iba a decírselo cuando noté que lloraba. No tuve que preguntarle. Habló: "Cuando mi padre me sorprendió en fachas y cantado estuvo a punto de matarme. También golpeó a mi madre y la insultó por haber malparido a un hijo como yo. Para que no volviera a suceder, dejé de cantar y hablaba lo menos posible. No sirvió de nada. Mi padre vio en mí otras cosas y una noche en que nos quedamos solos me violó. Siguió haciéndolo sin que mi madre se diera cuenta y yo lo guardé en secreto".
"ƑPor qué? Debiste decírselo, denunciarlo ante la policía", grité horrorizada. Alejandro fue deslizándose contra la pared hasta quedar acuclillado. Lo vi morderse el brazo. Luego me miró de una manera que no puedo describir ni olvidar. Me sentí turbada y él se rió: "ƑPor qué no lo denuncié? Porque sentía bonito cuando él me llamaba Alejandrina. Tú no lo entiendes, pero date cuenta que sólo en esos momentos podía ser lo que realmente soy. Después mi padre dejaba de mirarme, de tomarme en cuenta. Y yo, Ƒqué iba a hacer? Pues irme a mi cuarto de tablas. Con mi cobija a cuadros me tapaba hasta la cabeza y me ponía a cantar quedito, como para que Alejandrina no desapareciera tan pronto. Y así, hasta quedarme dormido. ƑQué piensas de lo que te digo? ƑTe parece que soy un asco, Ƒverdad?" Le respondí: "Todos lo somos".
IV
Esta mañana, cuando fui a visitarlo al pabellón, tuve que controlarme para no manifestar mi asombro cuando vi lo demacrado que estaba Alejandro. Sonriendo, con apenas restos de su voz, me llamó ingrata. Luego me tendió los brazos para que lo ayudara a levantarse. Le pedí que no se moviera y me senté en su cama. Me preguntó si había dejado de visitarlo a raíz de su confesión. Lo negué. Rogó que me acercara. Sentí sus labios ardientes en mi oído: "cuando me muera, Ƒte encargarás de todo? ƑHasta de que escriban en mi lápida mi verdadero nombre: Alejandrina?".