SABADO 2 DE SEPTIEMBRE DE 2000
EL EPITAFIO
El sexto y último discurso de Ernesto Zedillo ante el Congreso de la Unión con motivo de la presentación de su Informe anual escrito, en los términos constitucionales, generó una expectación singular, la más marcada del sexenio ante esta clase de actos, no porque nadie esperara planteamientos novedosos, revelaciones o mensajes espectaculares, sino porque fue la última versión de un ritual característico del longevo régimen político que, para bien y para mal, murió a raíz de los resultados electorales del pasado 2 de julio.
En la tradición de ese régimen, el sexto Informe presidencial -y, en tiempos más recientes, el mensaje que se expresaba en la entrega del texto escrito de aquél- revestía un interés especial por cuanto constituía el recuento sexenal, la visión de conjunto del mandatario saliente sobre su gestión.
De 1976 a la fecha, tal alocución era, además, la de las explicaciones y las justificaciones, toda vez que a partir de ese año, por norma, los presidentes priístas entregaban a sus sucesores una nación sumida en crisis económicas y/o políticas de gran envergadura.
En la ocasión presente, la crisis económica pudo ser eludida mediante un manejo económico que podría calificarse como del empobrecimiento estabilizador, en tanto que la crisis política se convirtió, con el primer triunfo respetado en las urnas de un candidato presidencial opositor, en algo más grave: la extinción del sistema priísta.
En tales circunstancias, el presidente Zedillo se limitó a formular un recuento de principios y a presentar una rutinaria visión triunfalista y autocomplaciente del país, y omitió -como ocurrió en sus dos anteriores mensajes al Congreso- toda mención a los conflictos no resueltos que hereda a su sucesor y a los principales agravios gubernamentales del mandato que está por terminar.
Entre las principales ausencias del discurso presidencial destacan el conflicto en Chiapas -durante el sexenio, el gobierno fue perdiendo todo interés en el tema, como no fuera para agravarlo-; el saqueo de las arcas públicas en que se tradujo el rescate bancario; el grave deterioro -señalado con insistencia por organizaciones humanitarias nacionales e internacionales- en materia de derechos humanos; el marcado incremento de la pobreza extrema, pese a cuentas alegres e inverosímiles ejemplificadas por "99 por ciento de cobertura en servicios de salud", mencionada en el discurso de anoche, o la escandalosa corrupción que floreció a lo largo de seis años, pese a los propósitos iniciales expresados por Zedillo en su discurso de toma de posesión, y que en los días que corren puede medirse, entre otras situaciones, por un ex gobernador y un ex secretario de Turismo prófugos; dos generales bajo arresto por su presunta participación en el narcotráfico; la entrega de una dudosa e impopular concesión de registro vehicular a un ex militar argentino torturador, asesino y ladrón de coches, ahora sujeto a proceso de extradición por sus crímenes contra la humanidad, y un típico cacicazgo priísta -el de La Loba, en Chimalhuacán- que, al amparo de la autoridad estatal mexiquense, cometió por décadas toda suerte de tropelías, y que culminó con una matanza entre bandas rivales, ambas afiliadas al partido tricolor.
Ante estos saldos desoladores del último sexenio del régimen priísta, los méritos gubernamentales parecen por demás escasos. Uno de ellos es el irrestricto respeto a la libertad de expresión observado por el Ejecutivo federal durante todo el presente mandato. El otro es el haber sido el primer gobierno priísta que no cedió a la tentación de distorsionar la voluntad popular cuando ésta le fue adversa al partido del régimen, como lo hicieron, en el último cuarto de siglo, los gobiernos de Luis Echeverría, Miguel de la Madrid y Carlos Salinas. El último presidente del extinto régimen fue, en este sentido, el primero que acató la ley y el mandato ciudadano, y así pasará a la historia.