JUEVES 31 DE AGOSTO DE 2000

 

* Adolfo Sánchez Rebolledo *

Lo que ya no puede ser

El Partido Revolucionario Institucional, al fin partido surgido de una revolución popular, mantuvo por años el mito de estar sostenido por la fuerza de las masas organizadas de las que él es su representante histórico. En ese PRI ideal, la Revolución se transforma pero no fenece, pues vive a plenitud en la evolución permanente de las instituciones que aseguran paz y bienestar a la nación. Por supuesto que la realidad es muy distinta. Concebida en sus orígenes como una ''alianza'', la relación de las masas con el Estado deviene muy pronto en mera dependencia, control corporativo a cambio de ciertas reformas impulsadas desde las alturas del poder.

Si la ideología afirma que las masas son el sujeto y el objeto de la acción estatal, en los hechos el control oficial esteriliza la vida política de sindicatos y centrales agrarias imponiéndoles un férrea subordinación vertical, administrada por una clase política singularmente corrupta y venal.

Los llamados sectores obrero y campesino del partido se convierten en simples cotos burocratizados desde los cuales se regula el flujo de la fuerza de trabajo, así como las esperanzas de un campesino empobrecido que aporta así, involuntariamente, su cuota de silencio y pasividad a la estabilidad revolucionaria, rota sólo en momentos de intensa y memorable rebeldía de maestros, rieleros, médicos, electricistas y muchos más a quienes se les dio la represión por respuesta. Ese corporativismo ''clásico'', no es nada, sin embargo, con lo que vendrá luego como resultado de la urbanización salvaje de la segunda mitad del siglo XX. Nacen entonces las redes interminables del sector ''popular'', tejidas con los hilos del nuevo caciquismo, construido con el uso y abuso de la necesidad urgente de la población más desvalida que se agolpa en los cinturones de miseria de las ciudades en expansión.

Proliferan efímeras organizaciones exigiendo techo, vivienda, agua, encabezadas por liderazgos atados a la manipulación rijosa de las demandas de consumo, al comercio informal y a las subculturas de la pobreza que no admite, tampoco, uniformidad. El movimiento popular, donde hay de todo, desplaza en importancia clientelar al sindicalismo que la sociedad desborda en la primera ocasión para probar su ineficacia. El autoritarismo agobia la presencia genuina del pueblo. El Partido Revolucionario Institucional, sin embargo, no aprende la lección y persiste en creer que en esa relación anómala radica el secreto de la justicia social que reconoce como estrella polar.

En la tragedia de Chimalhuacán, por ejemplo, sólo se reconoce la voz de los ''líderes'' y las organizaciones en pugna; los ciudadanos sólo existen como víctimas de la guerra declarada entre dos organizaciones corporativas y caciquiles que pleitean por el poder local. Y eso ya no puede ser. El proceso electoral se pervierte cuando solamente sirve para que dos grupos de corte gangsteril compitan en las urnas para ocupar cargos de representación sin renunciar a sus propios métodos violentos e ilegales. La Loba y Antorcha Campesina son exactamente lo mismo, pues ambas cojean del mismo pie y son tan indignas la una como la otra.

Si el Revolucionario Institucional pretende reformarse, como han dicho, la primera tarea a resolver será la de ciudadanizar su propia organización, liquidando los nexos que ahora tiene con los líderes de tales organizaciones, so pena de extinguirse antes de reformarse, por mucho que esto signifique para sus cuadros históricos el abandono de los compromisos sociales.

Las fuerzas progresistas de México, sea lo que esto signifique, tienen que proponerse una manera diferente de relacionarse con las masas y sus necesidades, insertando la lucha popular en una visión realmente democrática de sus participación. Es hora de decirle a todos los gobernadores Montiel que aún existen, que la democracia política no puede crecer, menos desarrollarse, sometiendo al movimiento popular mediante estas seudo organizaciones que son usadas por el poder como arietes para aplacar cualquier disidencia.

Lo que ya no puede ser en la democracia es la falsificación sistemática de la voluntad popular en nombre de las masas organizadas. La idea del control que está en el fondo del viejo corporativismo tiene que sustituirse por una reivindicación de los derechos sociales sin contraponerlos a los derechos ciudadanos. El clientelismo es un vicio que corrompe lo mismo a la izquierda que a la derecha y nubla la expresión directa de los intereses populares. Ya va siendo hora de abandonar las nociones que en el pasado sirvieron solamente para someter a las masas, jamás para dejarlas crecer, madurar, liberarse.