JUEVES 31 DE AGOSTO DE 2000
* Soledad Loaeza *
Discípulos de la transición
Hace treinta años a muy pocos se les hubiera ocurrido pensar que los españoles estarían dando clases de política, o de cualquier otra materia distinta de las que impartía Sarita Montiel en El último cuplé. En la izquierda mexicana, en particular, provocaba suspicacias todo aquél que mencionara a la madre patria, como decían los cursis. Sin embargo, el éxito del proceso que condujo a España de la dictadura a la democracia modificó de un golpe y radicalmente las viejas impresiones. Esta transición se convirtió en una referencia casi universal y en un modelo de cambio político que reportaba muchas ganancias a costos relativamente bajos.
Al igual que en otros países autoritarios en México aparecieron discípulos de la transición española; y fueron muchas las lecturas que se hicieron de esa experiencia. La atención de la mayoría de los estudiosos y políticos se centró en la evolución de socialistas y comunistas y, a partir de ahí, en la construcción del pluripartidismo. No obstante, es muy probable que el comportamiento de la derecha y sus reacciones hayan sido observados y analizados por fuerzas afines en busca de fórmulas para asegurarse en el poder ante la inminente liquidación del régimen presidencialista del PRI.
Lo primero que habrán notado los lectores de derecha de la transición española es que los franquistas, como Carlos Arias Navarro o Adolfo Suárez y la Unión de Centro Democrático, lanzaron las primeras propuestas de reforma política. Luego, examinaron las negociaciones de la Moncloa con los sindicatos, pero con seguridad constataron con alivio que en México la militancia de esas organizaciones estaba disminuida y que su desprestigio era tan grande como el del PRI, de manera que no lo vieron como un tema de consideración. Descartado también el ejército, se habrán puesto a indagar qué habían hecho las organizaciones empresariales y cuál había sido el papel de redes religiosas, como las que posee el Opus Dei, que les parecían más confiables que la jerarquía eclesiástica. Habrán descubierto que aquí el Opus y los Legionarios están mejor relacionados que allá. Miraron con detenimiento cómo un periódico, Cambio 16, había movilizado a la opinión pública a favor del cambio, con una línea editorial incluyente de todos los reformistas, y se pusieron a trabajar.
Sin embargo, es posible que la lección que mejor hayan aprendido estos lectores es que el fin del antiguo régimen no significa forzosamente la exclusión de todos sus actores de la nueva estructura del poder. Desaparecerán sus políticos, pero no sus empresarios.
Vista desde esta perspectiva, la campaña de Vicente Fox pierde los tonos heroicos que intentaron promover sus estrategas, que lo presentaban como un valiente que emprendía una cruzada solitaria contra un gigantesco y temible aparato estatal. También se entiende mejor el empeño de sus más cercanos colaboradores y de algunos medios, de hacer de Fox un líder carismático, fomentando la idea de un supuesto liderazgo natural, que entienden básicamente como campechanería. (Si Max Weber supiera lo que la televisión y la prensa mexicanos han hecho con su noción de carisma caería de nuevo en el estado catatónico que lo paralizó durante un año, pero ahora para la eternidad).
Son de llamar la atención los esfuerzos tanto del presidente electo, sobre todo cuando era candidato, como de muchos de sus seguidores y simpatizantes en convencernos de que él es muy carismático. Si realmente lo fuera, no sería necesario insistir tanto en ello. La construcción del carisma foxiano puede haber sido una de las condiciones de su victoria; los Amigos de Fox estaban desesperados por demostrar que su triunfo sería obra del pueblo, de ahí que insistieran tanto en destacar su ''estilo popular''. También tenían que arrebatarle a Cuauhtémoc Cárdenas el monopolio del carisma que le sigue atribuyendo una corriente del PRD, que Carlos Salinas le disputó durante cinco años, y que en el pasado tuvo bajo su influjo a más de un distinguido miembro del foxismo, que con esta trayectoria ha mostrado una notable ųtal vez envidiableų sensibilidad al carisma. No obstante, habría que recordar que el liderazgo carismático siempre puede ser utilizado como coartada para gobernar en forma antidemocrática. Peor todavía, los Amigos de Fox corren el riesgo de que él mismo se crea lo del carisma y quiera utilizarlo para gobernar de verdad con el apoyo directo del pueblo, sin el obstáculo de partidos, diputados o especialistas expertos.
Cuando el Partido Popular español ganó las elecciones y José María Aznar se convirtió en presidente del gobierno, muchos pusieron en duda su capacidad; su permanencia prueba que aprendió a gobernar, pero también que no llegó solo al poder. Tampoco Vicente Fox. Detrás de su triunfo hay mucho más trabajo y muchos más amigos de tiempo completo y dedicación exclusiva de los que sugería el candidato de la frescura política. Así se desprende de los proyectos de reforma y de los documentos que presentó a menos de una semana de la elección. Pueden no gustarnos, como es previsible que tampoco nos gustarán muchas de sus soluciones; sin embargo, es preferible una reflexión interesada a una reacción visceral.