Espejo en Estados Unidos
México, D.F. lunes 28 de agosto de 2000
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Editorial

LOS RIESGOS DEL PLAN COLOMBIA

SOL Conforme se acerca la fecha de la visita del presidente Bill Clinton a Colombia -que comenzará el próximo miércoles- se multiplican, en ese país, las expresiones de descontento por la presencia del mandatario. Si bien las protestas se inspiran en el proverbial sentimiento antiestadunidense que comparten la mayoría de las sociedades latinoamericanas -y que, en el caso de Colombia, se agudiza por la hostil e injerencista política antidrogas puesta en práctica por Washington-, en esta ocasión existe un elemento adicional: la inminencia de la aplicación del denominado Plan Colombia, ideado por el gobierno de Estados Unidos para impedir una desestabilización en gran escala en la región andina.

El propio Clinton ha dado seguridades de que el plan mencionado busca propiciar el desarrollo y la paz en tierras colombianas, que no tiene como propósito combatir a las organizaciones guerrilleras que allí actúan y que no implicará el involucramiento militar de Estados Unidos en la región ni en el país.

Sin embargo, y aun suponiendo que tales propósitos sean sinceros, la lógica del Plan Colombia puede llevar a una escalada en la que Washington, por cálculo o por necesidad, termine recurriendo a la aplicación masiva de su poderío militar, independientemente de los deseos de quien ocupe la Casa Blanca el próximo cuatrienio.

Esa perspectiva no sólo resulta intolerable para la desgarrada sociedad colombiana, que en estos momentos tiene ya suficientes problemas internos como para enfrentarse, además, a una intervención militar extranjera, sino también para los países vecinos -Ecuador, Venezuela, Brasil, Perú, Panamá-, que en alguna medida están considerados en el Plan Colombia, y para los cuales sería extremadamente difícil -si no es que imposible- eludir las consecuencias desestabilizadoras de una injerencia armada estadunidense en la zona: la dinámica misma de los conflictos regionales tiende a involucrar en ellos a naciones limítrofes que originalmente no tenían nada que ver con el problema. Recuérdese, a este respecto, la internacionalización de la guerra estadunidense contra Vietnam, que acabó involucrando a las hostilidades a Laos, Camboya y Tailanda, o la ofensiva de Reagan contra la Nicaragua sandinista, en la que la vecina Honduras fue convertida, en los hechos, en una gigantesca base militar.

Si se tiene en mente el complejo y convulsionado panorama interno de Colombia, resulta difícil imaginar que la asistencia militar estadunidense pueda mantenerse al margen de los conflictos entrecruzados entre gobierno y narcotraficantes, entre Ejército y guerrillas, entre policía y delincuencia común, entre paramilitares y regiones rebeldes. Sólo una mente pueril y simple podría suponer que la adición de una fuerza bélica externa podría conducir a la pacificación del país y no, como ocurriría de manera inevitable, a la internacionalización de la violencia.

Lo preocupante es que, por increíble que parezca, esa es precisamente la clase de mentalidad con la que el país más poderoso del planeta toma muchas de sus decisiones en materia de política internacional.


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