* Orgásmico Manolete *
* Leonardo Páez *
...Transformar la
pasión en carácter.
Kafka
Esforzado diestro: Nadie sabe para quién se deja matar por un toro.
Y menos alcanzarías a imaginar las cantidades industriales de cursiladas que se vierten en el mundo taurino cada aniversario de tu glorioso-negligente fallecimiento aquel 28 de agosto del 47.
Las más de esas púdicas loas tienen cierto parecido con el manejo comercial del supuesto mensaje de Cristo, quien al parecer sí supo por qué y para quiénes se dejaba crucificar, pero nunca con qué consecuencias.
Convertido en involuntario santo laico de la tauromaquia e improvisado representante de nacionalismos siniestros y exclusividades sospechosas tú, Manolete, al final alcanzaste el rango de leyenda, hasta rebasar esos angostos territorios y enaltecer una rara, paradójica, humana ejemplaridad.
Mal ejemplo, sin duda.
Porque a ningún individuo en sus cabales se le ocurriría responsabilizarse de su vida en la forma que tú lo hiciste con la tuya, con tal vocación, conocimientos, gusto, autoestima, vanidad, celo, ambición y, lo más determinante, pasión, ese terrible padecimiento que producen los afectos desordenados del espíritu y de... la carne. (Santiguaos, descreídos.)
Y vaya si supiste Manolete de las diferencias y semejanzas entre el alma y la epidermis, entre los anhelos de absoluto y la entrepierna, aunque desde aquella tarde en Linares legiones de gazmoños y fariseos, de allá y de aquí, persistan en confinarte, momificado, al sarcófago de sus pánicos.
Entrepierna, ¿para qué os quiero?
Sucede, para contrariedad de taurinos de la vela perpetua, rezanderos con tricornio y otras especies, que no bastaron tu temprana formación salesiana ni los fantasmas de tu madre doña Angustias ni las virtudes de tus hermanas o variopintas amenazas cristianas, para quitarte de la cabeza que la entrepierna servía ?sirve- para algo más que aguantar embestidas y procrear.
Según ellos Manolete, esa parte de tu cuerpo y tu cuerpo todo debían estar, primero, al servicio de la gloria de Dios, de su santa Iglesia y del caudillo de España, vamos, de los poseedores de las verdades divinas, y después, sólo después, al servicio de la llamada Fiesta Nacional y de los toros, de su riesgosa voluntad y de los derrotes inciertos de hombres y bestias.
¿Y las divinas verdades, esas que pretendidos socios de Dios decidieron prohibir en su emergente y timorata explicación de la naturaleza humana? Bueno, pues a esas particularmente tú, descomedido "místico, asceta, imagen de iglesia gótica, estoico, caballero senequiano" y demás invocaciones de cronistas píos, no debías tener acceso, porque tú ya no eras un hombre Manolete, sino forzado embajador plenipotenciario de ancestrales virtudes del espíritu español aprobadas por el monarca o el dictador en turno, y oportunísima presencia para a ratos olvidar los estragos de aquella guerra civil.
Sólo que tu acosada inteligencia intuía que la vida no son falsas disyuntivas ni dogmas impuestos ?políticos y religiosos-, sino seductor azar y disposición a la libertad y a procurar ejercerla con gozosa responsabilidad, no con atemorizada docilidad.
Por ello Manolete fue que no tuviste inconveniente en asumir tu humanidad con la misma pasión que asumías tu profesión; por ello nunca te persignaste cuando legiones de admiradoras se te entregaban y menos cuando te fulminó con su sonrisa ?fines de octubre del 43? aquella Antonia Bronchalo o Lupe Sino, seductora, oportuna y experimentada, para escándalo de tu mamá, de tu apoderado Camará y de tantos más, empeñados en que siguieras siendo como santo, como puro, como casto, con tu entrepierna a disposición exclusiva de los toros, de sus cornadas y de Franco, pero no de las licencias de la carne.
Muertes chiquitas...
Y que te clavas con la muchacha y le das vuelo a la hilacha. A tus escasos 26 años tanta responsabilidad autoimpuesta te empezaba a envejecer, por lo que decidiste enamorarte y pasear con tu novia por donde les viniera en gana, para regocijo de fotógrafos y entrevistadores y para enfado de mojigatos y confesores.
Con admiración y regocijo tu genial compañero Luis Procuna me contaba que fueron a torear a Lima y que mientras él se iba al campo a tentar, tú te quedaste en el hotel con Lupe toda la semana, en tentaderos mucho más agotadores, y que el domingo, con el alma expandida y el corazón a flor de piel, lejos de fruncirte cortaste orejas y rabo. Dialéctica de los orgasmos, pues.
Porque esos celosos guardianes de su moral y sus buenas costumbres ?algún cardenal, Camará, tu mamá, Alvaro Domecq y demás? no entendían, no podían entender, que para darle esa increíble quietud a tu toreo tenías que imprimirle movimiento al escarceo; que para ser esclavo de tu vocación y tu poder, debiste otorgarte libertad para el placer; que para derrochar la extraña moral de tus trasteos circunspectos, hubiste de acusar inmoralidad hacia los preceptos; que la disciplina que te imponías en los ruedos demandaba indisciplina ante los credos y, en fin, que los orgasmos colectivos que frente al toro provocabas en las masas, requerían de previos orgasmos nutricios con tu amada, por encima de jaculatorias, invocaciones y campanadas.
...y muerte a secas
Esa autenticidad dentro y fuera del ruedo empezó a molestar; ser la figura más cotizada y famosa pero más libre, debía terminar; exhibir en ambos continentes la fragilidad de las esencias morales con tu alegre amante al lado, no se podía tolerar. Por eso la crítica te empezó a cargar, Dominguín a alardear, los públicos a denostar y el sindicato español de toreros a refunfuñar, hasta suspender de nuevo el convenio taurino con México. Haberte convertido también en ídolo de los públicos latinoamericanos, sin que la rozagante presencia de la Sino mermara tu desempeño, indignaba al régimen, a los taurinos y a las buenas conciencias de esa España oscurecida.
Por eso en torno a tu agonía surgieron versiones encontradas. Que si tu novia llegó de inmediato al hospital de Linares pero que tú, ya sin el recuerdo de los orgasmos, sólo pensabas en tu madre y no quisiste verla ?versión de Domecq?, o que el devoto caballero jerezano impidió a Lupe que entrara porque ya te habías confesado y no eran horas de jugarte la salvación de tu alma ?versión de "las izquierdas".
Como haya sido Manolete, a ti el amor te hizo más hombre y más torero, porque esa ventaja tiene tan manoseada pasión: engrandecer a quienes lo saben dar y recibir. A 53 años de tu partida física los seres humanos seguimos igual o más confundidos, y religiones e ideologías continúan relegando la biología, mientras tú, en la serenidad de tu gloria, permaneces insustituible e inimitable en una fiesta de toros cada vez más disminuida y menos apasionante.