LUNES 28 DE AGOSTO DE 2000
* Hermann Bellinghausen *
En lo que toca
Al que le toca ser tañedor, por nacimiento, o por empecinamiento, que es lo más común, le toca y punto. El menor de los Estébanes salió de ésos. Lo recuerdo niño y ya con su tañido, y todos le decían loco, que dejara eso, que no servía de nada. Cuando creció, los Estébanes y los vecinos empezaron a preocuparse. Ni modo que fuera a dedicarse toda la vida a eso, para muertos de hambre en la familia bastaba con el tío Baldón. Por su parte Baladio se sentía bien así, y no pensaba en dedicarse a otra cosa. Si es que acaso eso era dedicarse a algo.
Lo que para sus padres, hermanos, tíos y demás no pasaba de mal hábito, una excentricidad de juventud, para Baladio resultaba una fuerza de la naturaleza. Así como lo oyen.
En horas, a su capricho y humor, tañía. Y sus notas alcanzaban audaces alturas; aunque no sonaban aún con perfección, tenían un sentimiento y una vibración que pronto todos, hasta los de oido más duro, empezamos a notar.
Diré que compartíamos la preocupación de los Estébanes, pero varios pensábamos que estaba bien, que dejaran hacer al muchacho, que allá él, ya sabría.
Para sus padres era una contrariedad. Los tañedores tienen mala fama, vidas sin freno ni moral, pobres diablos que dependen del trabajo de otros. Y Baladio no daba muestras de interesarse en ningún oficio serio, como el de su padre, por ejemplo, maestro de aguas en un taller estupendo, lleno de peones y criados --que es con lo que se mide la prosperidad de la gente.
Baladio no mostró interés en heredar el oficio, a diferencia de tres hermanos que lo antecedían, capataces o administradores del taller de aguas.
Aficiones tenía, algunas. Una, quedarse horas sentado en los prados, escuchando en los prados, escuchando los cantos de los pájaros. Desarrolló un oído fino para distinguir los detalles, la polifonía de ese coro diverso y cambiante. Otra, leer. Leía tanto que su madre temió, con razón, que se volviera loco. Esas cosas pasan, que si lo sabría ella.
Y bueno, mostraba cierta predisposición a las plantas. Podría ser maestro yerbero, que sí es un oficio, y una reputación.
Pronto, Baladio comprendió que necesitaba hacer algo con su vida. Uno no es tañedor todo el tiempo, sólo a ratos y de gratis. Uno tiene que dedicarse a algo. Tampoco quería ser un vago.
Apoyado por las familias, probó el labrado de ágatas, la construcción de naves. Quiso estudiar para ingeniero teñidor de telas, hasta comercio, que no se estudia. Era joven aún cuando al fin dio con lo que lo cobijaría el resto de su vida. Se hizo ayudante de tornero.
Yo la verdad me sorprendí. Fue lo último que hubiera esperado. El estruendo disonante y pesado de los talleres de torno me parecía lo opuesto a la dulzura y la delicadeza del tañir de Baladio. Que recuerde, él nunca ha expresado una opinión o juicio respecto a esta contradicción evidente. Nos acostumbramos a verlo regresar por las tardes, sucio de grasa y rebaba, robusto como se fue poniendo. Entraba en su cuarto, al otro lado del patio y el gallinero, sacaba del estuche su instrumento y tañía suave, alto, hasta entrada la noche.
Un día se fue, a la capital, en busca de ruido tal vez. Hoy es un tañedor de reconocimiento, aunque no toca para el público, no va a ferias, ceremonias o conciertos. La gente acabó descubriéndolo a su pesar. El se dedica al torno, moldea hierros y cobres, fundidor se hizo, bueno en el yunque y el horno.
Lleva por lo demás una vida cualquiera, sin relieve ni pena. Pero cuando tañe, el mundo se detiene y se calla el ruido. Nadie a la redonda resiste el hechizo, el inconfesable deleite.