DOMINGO 27 DE AGOSTO DE 2000

Cabalgando el tigre

 

* Guillermo Almeyra *

Es interesante ver cómo muchos esperan cabalgar el tigre de la revolución conservadora mundial, que abarca todos los países. Alguna gente de valor, en efecto, se dice: "si los derechistas son imbéciles y primitivos, yo, que soy inteligente, podré dirigirlos"... y entran al banquete del poder; otros piensan: "si no ocupo yo, que no soy derechista, el importante lugar que, por debilidad del poder, se me pone al alcance, el puesto será llenado por un cavernícola. Por consiguiente, por el bien de la humanidad, me sacrifico"... y comen el amargo caviar del exilio de su comunidad intelectual anterior y beben el cáliz de champaña para olvidar sus escrúpulos; los demás, simplemente, piensan que llegó el momento de salir de perdedores y de tener que remontar continuamente la marea, y que lo mejor es subir a la primera clase del vapor del poder.

Así sucedió con tantos "radicales" argentinos que se hicieron apenas radicales (de la ultraliberal Unión Cívica Radical) y con tantos "socialistas" españoles o tantos "comunistas" italianos que se acomodaron a la "incomodidad" de las poltronas ministeriales de Prodi, D'Alema, Amato, tragándose los sapos verbales que habían engendrado en su inmediato pasado. Por no hablar de los que en los países del ex bloque soviético mandaban a los manicomios o las prisiones a los disidentes socialistas y hoy son, coherentemente, hombres de la mafia y del capital extranjero.

La ilusión de controlar al tigre, sea porque sinceramente se la crea posible, sea porque convenga para poder mirarse al espejo, olvida sin embargo una cosa esencial. En efecto, no sólo la revolución conservadora es profunda y es mundial (y, por definición, no controlable por ningún experto local en maniobras políticas). También es profundísima y se apoya en una barbarización de la vida social y en una reducción extrema del espacio para la política. Auschwitz y los campos de concentración nazis, o los goulags, marcaron la posguerra e instauraron una barbarie apenas controlada. Si a comienzos de siglo el fusilamiento en España del educador Francisco Ferrer o el asesinato de Sacco y Vanzetti en Estados Unidos provocaron protestas de masas mundiales, después de los nazis y de Stalin el horror es cotidiano y entra por la televisión todos los días, a la hora de cenar. Hiroshima, la destrucción de Corea del Norte, de Vietnam, las matanzas en los países que luchaban por su independencia del colonialismo, los genocidios en Africa, las masacres masivas en Chile, Argentina, los desaparecidos y torturados en toda América Latina, los genocidios en América Central son algunas de las expresiones de esa barbarie que se instala en las relaciones sociales y enfanga de excremento y sangre las relaciones interpersonales. Sus hijos son el racismo, la lucha interétnica, el nacionalismo xenófobo, el desprecio por los pobres y la pobreza (por los "perdedores"), el culto del éxito identificado con el dinero y el poder, el fin del arte convertido en mercancía, de la razón, el hedonismo, el "primero yo", que proclama el pensamiento único del capital financiero, la violencia extrema en la disputa de las cosas.

Ese es el caldo de cultivo de los populismos de derecha que capitalizan la revolución conservadora. Esa es la base del atentado, como en cualquier época reaccionaria, contra la mujer, que es considerada sólo vaso de placer o instrumento para la reproducción, y que debe ser arrinconada, borrada de la escena, negada en sus derechos y hasta en su dignidad corporal (con el estímulo a la violación mediante la cultura de la apropiación de todo, de la deshumanización y de la violencia que propagan los medios televisivos y mediante las leyes antiaborto o liberticidas, envueltas en abundante y asquerosa moralina). Por consiguiente, ese tigre ni es local, ni se cabalga: hay que matarlo e incinerarlo. Para eso hay que luchar por la verdad y no esperar que el olmo derechista dé hermosas y jugosas peras solidarias. Hay que oponer otra concepción del mundo, otro objetivo para cada país y para el género humano, una sociedad sin explotación, sin dominación, transparente, que escape a la tiranía de la mercantilización de la vida, una sociedad de libres e iguales. El "realismo" de quienes dicen que eso nunca ha existido y, por lo tanto, hay que comer la bazofia que nos pasa (en la vida política e ideológicamente) el convento, es el del absurdamente negativo "voto útil" multiplicado por mil. O sea, lleva a acomodarse a lo "real" e idealizarlo (sea mediante la tercera vía, sea mediante los maquiavelismos de otro tipo). Lo que hoy es concebible es también real y lo será en los hechos si en las relaciones humanas hay quien lucha por el cambio social necesario, so pena de una barbarie aún peor. *

 

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