MIERCOLES 23 DE AGOSTO DE 2000

Ť José Steinsleger Ť

Intereses conyugales

Los primeros contactos políticos entre Washington y el Vaticano empezaron en 1979, pocos meses antes de la toma de posesión del presidente Ronald Reagan. Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad nacional del presidente Jimmy Carter, encabezó la delegación de la Casa Blanca a la ascensión de Juan Pablo II al trono de San Pedro y allí, los dos polacos se guiñaron el ojo. Se habían conocido en Harvard cuando el uno era profesor y el otro arzobispo de Cracovia. Más tarde, en 1982, Reagan visitó el Vaticano y le dijo al Papa: ''Mire cómo las fuerzas del mal se cruzaron en nuestro camino y la Providencia intervino''. Se referían a la caída de la dictadura comunista en Polonia.

Pero Reagan ya movía sus piezas en Nicaragua y El Salvador, y manifestó al Papa que William Casey, director de la CIA, y el general Vernon Walters, embajador itinerante del presidente, eran católicos devotos que ''iban a misa todos los días''. Cosa que el Papa sabía, pues para eso tenía al arzobispo Pío Laghi, su delegado apostólico, en Washington. Con frecuencia, Pio Laghi intercambiaba consultas y tomaba café con William Clark, principal asesor de seguridad nacional, el general Walters y el propio presidente de Estados Unidos.

Imbuidos de que la ''providencia'' los había llamado para la nueva guerra santa, todos consiguieron lo que buscaban. El Vaticano logró de Washington la suspensión de la ayuda exterior para programas de planificación familiar (que en la versión imperial era simple esterilización, como en los casos de Puerto Rico y Bolivia), y Estados Unidos logró que la Santa Sede aplicase mano dura contra la teología de la liberación en América Latina.

Según los periodistas Carl Bernstein y Marco Politi, que en su libro Su Santidad: Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo (1996) nos brindan los pormenores de un maridaje que hasta entonces se veía como mezcla de agua y aceite, el Papa le habría dicho a Walters: ''Necesitamos al Espíritu Santo ahora, en estos tiempos difíciles''.

En Chile, el tono de la cruzada fue significativo. Según Wojtyla, la dictadura chilena debía ser considerada ''transitoria'' y ''menos maligna'' que la polaca (1987). Por lo que dispuso que el cardenal Raúl Silva Henríquez, quien había cumplido una tarea dignísima en la defensa de los derechos humanos, fuese sustituido en el arzobispado de Santiago por el mojigato cardenal Juan Francisco Fresno. Y de la dictadura argentina, donde el cardenal Pio Laghi desayunaba con el genocida Emilio Massera antes de ser enviado a Washington, omitió comentarios.

Otro capítulo de la cruzada, que ya no figura en el libro de Bernstein y Politi, tuvo lugar en las agitadas sesiones de la XXV Asamblea Ordinaria del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam), celebrado en México en mayo de 1995, cuando muchos prelados atacaron al neoliberalismo y a Estados Unidos. El Vaticano se las ingenió para que Oscar Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Honduras, fuese nombrado titular del Celam, relegando a segundo plano al jesuita Luciano Mendes de Almeida, más progresista.

Sin embargo, lo que al Papa le interesaba era la proyección del cardenal cubano Jaime Lucas Ortega, arzobispo de La Habana, quien quedó como segundo vicepresidente del Celam. ''Fue la carta que el Papa Juan Pablo II tenía bajo la manga, lanzada para fortalecer a la Iglesia cubana ante el régimen de Fidel Castro'', declaró el historiador Enrique Dussel en la revista Proceso (8/5/95).

Dussel señala que hoy, el Celam es un instrumento de control del Vaticano y que si bien en su actual discurso ataca al neoliberalismo, ''en los hechos juega cierta complicidad, no muy pública, con los gobiernos neoliberales''. Añade: ''La Iglesia sabe que el neoliberalismo no es un peligro para su institución, porque necesita de su apoyo. El neoliberalismo está falto de apoyos y lo busca donde sea... Así pues, la jerarquía saca concesiones''.

-ƑQué tipo de concesiones? -pregunta el periodista.

Dussel: ''Cuestiones sobre el aborto, la moralidad, la enseñanza. A veces cuestiones que son hasta hipócritas, pero que algunos eclesiásticos les dan mucha importancia''.

En este matrimonio de conveniencia, el último avance de la Iglesia católica también fue exitoso. Desde 1999, las 235 universidades católicas de Estados Unidos quedaron obligadas a incluir en su consejo de gobierno una mayoría de vocales católicos que promoverán ''las implicaciones prácticas de la identidad católica en la universidad''.

La mayoría de los centros educativos mostraron su oposición por sus repercusiones académicas. Pero los obispos estadunidenses, reunidos en Washington, votaron mayoritariamente a favor de la imposición de un mayor control religioso por el Vaticano.