MIERCOLES 23 DE AGOSTO DE 2000
Ť Luis Hernández Navarro Ť
Campo minado
No la tendrá fácil Pablo Salazar Mendiguchía en el gobierno de Chiapas. Se verá obligado a caminar sobre un campo minado. La mayoría de las presidencias municipales, el Congreso local, 11 de los 12 diputados federales del estado y los dos senadores por mayoría son del PRI. Casi la totalidad de los medios de comunicación le son adversos y la clase política local hace tiempo que está en un acelerado proceso de degradación. Y, por si fuera poco, el problema central de su estado, el de la paz, escapa a su ámbito de competencia.
La masiva presencia del Ejército en la entidad ha alterado profundamente la vida de las comunidades. Las fuerzas armadas no reciben órdenes de un gobernador. Tienen sus propios mandos, leyes y disciplinas. Son un poder que responde al Presidente de la República pero no a los funcionarios locales. Por el contrario, su presencia en muchas localidades provoca que las autoridades civiles estén supeditadas a las militares.
El EZLN no ha retirado su declaración de guerra al gobierno federal, mantiene funcionando varias decenas de municipios autónomos, se niega a recibir programas gubernamentales y, aunque no ha hecho uso de las armas desde enero de 1994, las conserva. Su capacidad de movilización y presencia política en vastas regiones del estado son palpables, y su influencia en la opinión pública nacional e internacional son evidentes.
Una manzana envenenada ha sido puesta en la mesa política de Pablo Salazar: presentar su triunfo como la solución al conflicto armado en la entidad, ignorando que las causas que propiciaron la rebelión no han sido aún resueltas. Aunque el senador se ha negado a hacer de su victoria un instrumento de propaganda para presionar al zapatismo a aceptar una negociación sin que se creen las condiciones para ello, distintos actores políticos quieren pasarle la factura de un conflicto que no puede resolver.
El futuro gobernador ha señalado que el interlocutor con el EZLN es el gobierno federal y no el local, que no quiere ser mediador ni recadero, que no se prestará a "achicar" la dimensión del conflicto, y que aspira a ser un facilitador de la paz, pero, distintos medios de comunicación parecen no registrar sus palabras.
El tejido social está desgarrado. Además de conflictos de origen religioso, desde el gobierno se impulsó la división y enfrentamiento de las comunidades para aislar al zapatismo. Muchos dirigentes sociales fueron coptados y sus organizaciones rotas. Amplios sectores de la población están armados. Los paramilitares disfrutan de impunidad y los cuerpos policiacos se han especializado en la represión política y social.
Pablo Salazar no pertenece a ningún partido. La coalición de ocho institutos políticos que le ofreció cobertura legal a su campaña dista de ser una fuerza homogénea. La mayoría de sus integrantes tiene en su interior graves diferencias y disputas. El próximo gobernador no dispondrá de un instrumento político-organizativo para promover sus iniciativas. Dependerá, tan sólo, de su carisma, de su capacidad de negociación y de las herramientas de la administración pública.
Pero sucede que el próximo responsable del Ejecutivo estatal deberá no sólo gobernar su entidad y crear las condiciones para solucionar problemas ancestrales, sino distender el conflicto, facilitar la paz, buscar la conciliación y la concordia e impulsar una profunda transformación de la sociedad y la cultura chiapanecas.
Nada de esto podrá resolverse sólo desde el gobierno. Para romper las redes de interés que frenan el desarrollo y la democratización en Chiapas se requiere de la movilización social desde abajo. Para destrabar los nudos de poder estatales no basta con que el gobierno cambie de manos; se necesita aislar de la administración pública a los grupos de poder locales. Para negociar un nueva relación con la Federación es indispensable hacer converger la energía social dispersa en múltiples iniciativas. Si no se hace, tarde o temprano, el futuro gobernador terminará siendo rehén de ellos.
Pablo Salazar organizó una amplia coalición cívico-electoral durante su campaña. Logró convertir las elecciones del 20 de agosto en un plebiscito para definir la permanencia o la salida del PRI del gobierno. Estimuló la participación de miles de ciudadanos a favor del cambio. Pero, muy poco de ese impulso seguirá existiendo después de que tome posesión el próximo 8 de diciembre. Tendrá sí, la fuerza de la legalidad, de la credibilidad y la legitimidad, pero no las herramientas para darle continuidad a la movilización social.
Deberá andar sobre un camino minado. Allí está su fuerza y su debilidad.