MARTES 22 DE AGOSTO DE 2000
 
* Teresa del Conde *
Carrillo Gil. Revisiones

El programa del Museo Carrillo Gil está proponiendo algo bien importante: a partir de la colección permanente, un curador invitado (la revisión de James Oles opera hasta fines de este mes) selecciona obras, las combina con elementos museográficos, con explicaciones, fotografías y objetos, dando lugar a una exposición de acervo con nueva identidad.

Los museos de arte no son simplemente espacios neutrales para la contemplación de logros estéticos, dice Oles. Los espacios museísticos son sitios donde se ejerce un rito de pertenencia a un marco cultural de gusto, de referencias intelectuales y de imaginario social... Es cierto, la obra "no contaminada", acompañada sólo de cédula escueta, expuesta en el denominado "cubo blanco" (eso a mí me gusta muchísimo) es para pocos y hay que sacrificarse y buscar arriesgues aunque uno sea enemigo de las explicaciones. La exposición que comento induce a la mirada a observar las obras. Empieza con el maravilloso conjunto de obras de Gunther Gerzso que pertenecen a ese acervo. Me quedé viendo mi predilecto un rato: Paisaje clásico 1960. No me molestó en lo más mínimo la larga cédula adjunta, debido a que el cuadro está ocupando una sola mampara. Un montaje no tradicional "busca crear un espacio de intertextualidad" a diferencia de lo que ocurre con el cubo blanco. No obstante, diré que el cubo, no precisamente todo blanco, aquí persiste y me parece perfecto que así sea. El observador curioso de los procesos de Gunther Gerzso, al mirar estos cuadros puede darse cuenta de que la geometrización que finalmente lo tipificaría, con todas las variantes que se quiera, es anterior, por ejemplo, a Estela blanca o a La torre.

Un intertexto más que ofrece la visión Gerzso en esta composición museográfica es Argos, pintura también de 1960 que está flanqueada por el cuadro cubista Retrato de Volonchine, de Diego Rivera, que a mí nunca me ha gustado, pero extrañamente hay ciertas "bandas de redundancia" entre ambas composiciones. La presencia de Argos favorece a Max Volonchine. También me gustó ver las Calabazas de Siqueiros (1946), un cuadro "danzante" que siempre me ha fascinado, junto a la pintura de Paa-len, tan frutal, tan floreal, de 1959, año de su muerte. Esa pintura de Paalen me gusta más que la de 1937, figurosa y surrealista, también exhibida. Ofrece ciertas reminiscencias con pinturas de Gerzso como Los pájaros, que no pertenece al museo: se trata de la fase "Gerzso antes de Gerzso", muy tocado igualmente por el surrealismo. Cerca de ese Paalen se incluyó un Pequeño proyecto para pintura de 1936, bellísimo, no lo conocía.

¡Qué fea era Frida Kahlo a los 23 años!, o qué mala leche la de Diego haber realizado la litografía en un ángulo que en nada la favorece, con los brazos poderosos alzados tras la cabeza, torso y piernas escurridos, como un fenómeno. Y qué monada es la pieza realizada el mismo año que siempre le ha hecho par: la lito de Lola Olmedo (1930) con sus pezones radiantes, lo mismo que sus ojos ligeramente extraviados (el derecho es bizco y eso es sumamente atractivo) con el pelo desperdigado, jugando con el vello público y ocultando hombros y brazos. Hay un diagrama cronológico muy bien hecho sobre Diego Rivera. Aunque eso para mí distrae de la contemplación y debiera estar aparte, no se ve mal dentro del contexto de la misma. Los espacios del Carrillo Gil se prestan a eso y a más.

El sobrecogedor cuadro de Siqueiros de 1947, Caín, rodeado por los torturadores con boca de vagina dentada está colocado en una mampara gris azulada con letreros verdes. Me pareció un acierto, pues su terribilidad se acentúa y es de lo que se trata.

Un dibujo precioso, magistral, de Diego Rivera, medidas 32 por 22, está colocado cerca de la enorme reproducción fotográfica de un fragmento de mural. Si la impresión hubiera estado velada, fantasmática, apenas insinuada (como ocurre con la fachada maya cerca del Labná de Gerzso), la cosa hubiera estado mucho mejor. Eso sí no me gustó para nada y me impidió la golosa contemplación del dibujo.

De por sí, ver esa exposición hace de la visita al museo algo en extremo disfrutable. Meses atrás me sucedió lo mismo cuando se exhibieron los Orozcos de acervo con nuevo guión.

Hay premios extra: la muestra Bajo el mismo techo es entretenidísima y corresponde a otro sistema: uno va recorriendo y va adivinando: aquí hay una obra de Tomás Glassford, los cuadritos alineados deben ser de Javier de la Garza, junto al mueble art déco hay un dibujo de Francis Alys, esa cerámica horrorosa debe de ser de Jeff Koons, junto hay un Ospina, etcétera. El esferoide de Yishai Jusidman está sobre un tapete persa ¿o asiático? excepcionalmente bello; el muñequito olmecoide articulado puede ser de Abraham Cruz Villegas, etcétera. No hay una sola cédula. Eso es bueno porque el espectador se ve obligado a investigar. Yo no lo hice por falta de tiempo, pero me prometo hacerlo.