MARTES 22 DE AGOSTO DE 2000

 


* Ugo Pipitone *

A cincuenta años del Laberinto

Ha pasado medio siglo desde que Octavio Paz publicó por primera vez El laberinto de la soledad. Y es inútil preguntarse si el libro siga vivo o no. Si la vida de los libros se la dan los lectores, tenemos aquí decenas de ediciones que indican algo sobre la persistente vitalidad de este libro. No queda solamente la voz, sino que su eco se ha entretejido con eso que, a falta de sinónimos menos pomposos, podemos llamar conciencia colectiva. Persiste ese amor inteligente a México, el espíritu inquisitivo, el no reconocer fronteras de géneros literarios o de ideas canónicas. Una lección de método.

''El escritor es un hombre que no tiene más instrumento que las palabras (...) Usarlas quiere decir esclarecerlas, purificarlas, hacerlas de verdad instrumentos de nuestro pensar'', se dice hacia el final de El laberinto. Y pocos han hecho como Octavio Paz un uso evocativo y al mismo tiempo inquisitivo de las palabras. En contra de esta tradición nefanda del hablar (y pensar) por esquemas prefabricados que envuelven sus endebles estructuras en florilegios retóricos.

Octavio Paz no reconoce géneros académicos. Y es obvio que esto creara malestar en varias capillas. Hay que escuchar todavía hoy flor de historiadores y antropólogos usando un tonillo perdonavidas para referirse a la obra de Paz. Pero Ƒpara qué asombrarse? Hay legiones de historiadores que consideran a Fernand Braudel un ''narrador''. Pero dejemos de lado las indigencias intelectuales y procedamos como glosando El laberinto.

En esta tierra, hace dos siglos, España y México dejaron de convivir en la estrecha envoltura de la colonia. México no podía, ni necesitaba, ser una nueva España. Pero los dos países estaban condenados a convivir en una descendencia común que sintetizará (con éxitos alternados) lo irreconciliable: Cristo y Xochipilli, padre español y madre indígena, opulencia paterna y miseria materna. Esa síntesis incumplida, ese turbulento transcurrir en el tiempo, ese permanente combate consigo mismo, es lo que llamamos México.

Tener en los orígenes una violación y estar obligados a reconciliar los padres dentro de sí mismos. Una tarea que no se cumple sino entre trabajosos avances y demasiado fáciles retrocesos. Hay momentos de la historia nacional en que la cultura dominante niega uno u otro de los dos orígenes. Lo que toma las formas de jalones de ''modernización'' o de levantamientos indígenas. Existen tecnócratas que creen que su país es un enjambre de cables, circuitos y piezas mecánicas que deben ser acomodados para que avance, al costo que sea, hacia la modernidad. Así como hay personas ilustradas que se envuelven en laberintos barrocos para buscar justificaciones humanas a los sacrificios humanos. Tirando de paso a la basura al personaje más notable del mundo mexica, ese Nezahualcóyotl que gobernaba, escribía poesías de estrujante belleza y se oponía a los sacrificios humanos.

Los padres siguen combatiendo dentro de sus hijos. Y la síntesis de un ''cosmopolitismo comunitario'' tal vez nunca llegue a materializarse. De cualquier manera, México necesita abrirse al mundo por dos buenas razones: por reconocerse (y evitar patriotismo de cantina) y por no quedar entrampado en nostalgias risibles. Pero un México que buscara integrarse al mundo conservando sus fracturas internas, volvería el cosmopolitismo una empresa tan frívola como el afrancesamiento porfiriano. Una opereta siempre a punto de convertirse en tragedia.

Irse y quedarse no son empresas fácilmente acometibles al mismo tiempo. Pero exactamente esto es lo que México necesita desde siempre. O, por lo menos, desde que el trauma de la llegada europea hizo posible romper ese repliegue en sí misma que caracterizó (por razones geográficas obvias) la historia mesoamericana. Hace tiempo México ha dejado de estar cerrado al mundo por dos océanos infranqueables. Irse y quedarse significa asumir una doble tarea: buscar al otro y reconocerse a sí mismos.

Para repetir la frase canónica, Octavio Paz se nos adelantó. La verdad es que se nos había adelantado antes de irse. Y si faltaran otras muestras, El laberinto de la soledad está ahí a recordarnos un punto alto de cultura, o sea de respeto crítico hacia los dos orígenes de México. Ni la colonia fue sólo la santa Inquisición, ni el universo indígena se resuelve en los sacrificios humanos.