LUNES 21 DE AGOSTO DE 2000

 


* Hermann Bellinghausen *

También allá

El viento no me dejará mentir. No me dejó entonces que no tenía otra cosa para detenerlo que mis manos. Menos ahora que también sopla recio y no nos permite cerrar bien las ventanas. Los árboles, pobrecitos, parecía que se fueran a caer. Noche alta, y clara como día, pero al revés: las sombras eran las fuentes de la luz. La profundidad inhumana del lejano pinar parecía acudir al llamado de un grito que yo no di, sino alguien que pasó a mi lado y lo dejó escapar. ƑPero quién?

Dirán que qué puntadas, pero con ese tiempo me apeteció sacar el afilador al claro del patio, y dándole al pedal de bicicleta me puse a sacarles filo a los cuchillos, las tijeras, el machete, las hachas y otros instrumentos de respeto. Las chispas contradecían alegremente la dirección del qué digo viento, vendaval. Los aleros trepidaban y las veletas eran rehiletes a la buena de dios. La luna, plateada y grande, dolían los ojos de mirarla, era un sol frío que toca crestas desgarradas de nubes como banderas perdidas, como caballos que se traga el viento.

De la montaña negra salían tronidos. Que si rayos, que si cohetes, que si tiros, qué sé yo, apagados por el ruidero sin reposo del ululante, el de pronto propagador y apagador de incendios. Las hojas de la plantación se revolvían, bajó polvo, polen, hojas secas, vida volando. Y pensé: "el viento salió a barrer".

Aparecieron en un solo instante. La agitada danza de la plantación habrá disimulado sus movimientos mientras atravesaban las cañas, o yo prestaba menos atención de lo que creía, la cosa es que no los vi hasta tenerlos enfrente. Paré el afilador. Eran tres. Sus cabelleras largas negreaban con la misma dirección que las nubes. Allí quedaron, en silencio, tan sorprendidos como yo.

Así como las sombras oscuras sugerían formas locas, la luz era precisa, metálica, casi azul. Ellos y yo hacíamos lo mismo: observarnos. Facilito distinguí que dos eran mujeres. Alcancé su olor de hembra a pesar del airón. La cabellera más larga era la del hombre, un tipo alto, flaco pero correoso, de túnica rasgada idéntica a la de sus acompañantes. Habló.

--ƑDónde estamos?

No sé por qué, le respondí nada más:

--Aquí.

A una gente normal esa respuesta no le hubiera bastado, pero él la dio por buena, y sin quitarme los ojos dijo a sus acompañantes:

--Es aquí.

Como eran gente morena, y sudaban, sus rostros brillaban mucho. Una de las mujeres extendió los brazos al frente y de cada uno de sus dedos brotó una flama, inmutable al ventarrón. Ustedes dirán que me maraville de sus sopletes pero no, y lo digo sin orgullo, me da pena ser tan poco emocional.

--Aquí no puede ser --resonó mi voz como si mía no fuera, adelantada a mi pensamiento, a los matices y frenos de la buena educación.

Fue el hombre el que se sorprendió. Y la segunda mujer, de cara redonda, inmóvil, casi estatua, con fuerte voz para vencer la estampida de murmullos y ruidos:

--ƑEntonces dónde?

Con la mano señalé por el lado del sur. Las flamas de la primera mujer languidecieron y se apagaron de la decepción. Se ve que les urgía llegar. Cortos de aliento, la emprendieron en trío al siguiente lote de la plantación. Me estaban cayendo bien, es lo único que lamento de haberlos dejado seguir. Total, ni los conocía, y también allá es aquí. Y de que llegaban allá, me canso que llegaban. Digo, si llegaron aquí.

Aprisa como habían aparecido, igual así los devoró la sombra. Volví al afilador en el viento rabioso, bajo la blanca luz, en mi banquito de palo, en la noche que hace uuu, uuu.