LUNES 21 DE AGOSTO DE 2000
El México bronco
* Elba Esther Gordillo *
Las imágenes sacuden. Las escenas recogidas por los noticiarios de televisión y la prensa mexicana y extranjera, recuperan, crudamente, el brote de violencia colectiva, la insurrección urbano-popular en Chimalhuacán; hombres y mujeres en un frenesí de ira, enfurecidos a ratos y a ratos regocijándose --en una especie de catarsis-- del despliegue de su propia violencia. Enfrentándose unos contra otros, volcando e incendiando lo mismo patrullas policiacas que vehículos particulares. Imponiendo su ley (la razón), repudiando los saldos de las urnas.
Lo ocurrido en esa población del estado de México (10 muertes, 87 heridos, 245 detenidos, severos daños en propiedades) es un duro llamado de atención, una advertencia de que el tránsito hacia la normalidad democrática es desigual, que no todas las regiones ni todos los grupos sociales caminan al mismo ritmo ni en el mismo sentido. Que hay resistencias enormes en un México premoderno en el que prevalecen --todavía en el año 2000-- formas regresivas de control político. Chimalhuacán nos recuerda, con rudeza, la persistencia de espacios alejados de la civilidad, en los que el apego a las normas es epidérmico, superficial.
Esos hechos también nos muestran que estos nú-cleos duros de violencia no son privativos de comunidades apartadas de las sierras de Guerrero o Oaxaca, o en el valle del Mezquital. Que no crecen solamente protegidos en la distancia o en el difícil acceso, sino que se ubican incluso a unos minutos de la misma capital de la República.
La violencia en Chimalhuacán reclama imponer el orden y la ley, dar señales claras de que no hay excepciones ni compromisos. Los acontecimientos de este fin de semana reclaman ubicarlos en otras manifestaciones de violencia colectiva, más cotidianas e igualmente rudas: secuestros, ejecuciones, linchamientos, asaltos a microbuses y autos particulares en las carreteras, violaciones.
Los tiempos de transición son siempre difíciles. Si reconocemos que la democracia implica la renuncia a la violencia, la barbarie exultante del viernes pasado expresa las dificultades para acompasar los nuevos tiempos. Hacia delante tenemos, todavía, un largo y sinuoso camino para evitar que se repitan actos como estos que expresan el fracaso de la convivencia social.
Hay que profundizar la reforma al sistema de justicia y aterrizarla en la barandilla. Pero eso no basta. Es imperativo traducir la recuperación económica en alivio a la penuria de millones de mexicanos. Mucho de la violencia doméstica --niños y mujeres golpeados, conflictos intrafamiliares, etcétera-- se explica por los desarreglos emocionales que generan la pobreza, el desempleo, la enfermedad.
Pero resulta cada vez más claro que no es sólo la crisis económica la que explica comportamientos antisociales, sino que hay déficit institucionales que los favorecen y en todo ello subyace una verdadera crisis de valores.
La agudización de tensiones entre los inercias del pasado y los nuevos usos afecta las relaciones comunitarias y de la sociedad con las autoridades. Pero una de las fórmulas más eficaces para mantener la concordia, la convivencia armónica y la paz social, es la educación. Es preciso reforzar el sistema educativo y, a través de éste, fortalecer los valores; la moral, la ética y lo que enseñan, el respeto a la dignidad de la vida humana.
La razón de ser del Estado es garantizar la vida de calidad, la integridad física y el patrimonio de los miembros de la sociedad. Esta función debe ser cumplida a cabalidad, so pena de rasgar el tejido social. Pero los problemas que enfrenta el país no podrán resolverse sólo por las autoridades ni nada más a través de políticas públicas (social, demográfica, educativa). Es necesaria la participación madura y sensata de la sociedad. *