SABADO 19 DE AGOSTO DE 2000

 

Ť Ilán Semo Ť

Políticas del cuerpo

La conjunción entre moralidad pública y conciencia médica es más reciente de lo que se suele suponer. Sus orígenes datan acaso del siglo xvii, y se hallan en el proceso de sustitución de las líneas demarcatorias que cifraron el orden teológico por las que definieron -y definen- los ordenamientos de una sociedad basada en el predominio de lo civil. Fue el mismo paso que siguió el relegamiento del derecho penal canónico por el derecho penal civil. Uno de los centros de esta historia fue la emergencia de una nueva frontera divisoria entre lo prohibido y lo autorizado, entre lo legítimo y lo penado, entre lo normal y lo patológico. Se trata de una historia que tiene en su centro la disputa moral por la acotación de la relación entre el cuerpo y el poder. Hay una expresión de Wyers que resume esta historia: "El cuerpo pasó de ser un territorio teológico-moral para convertirse en una construcción jurídico-biológica". Foucault dedicó sus últimos días a la exploración de este hecho. (Seuil publicó en 1999 la versión más completa de ese texto bajo el título Les anormaux. La traducción al español de Horacio Pons apareció este año en el Fondo de Cultura Económica.)

Los anormales habla extensamente de la peculiar noción sobre la vida que construyó la Iglesia para hacer frente a la gradual separación entre moral, derecho y política y que propició el Estado moderno. Fue una respuesta que, según Wyers, nunca permitió a la Iglesia situarse como una auténtica fuerza del mundo civil. En rigor, la Iglesia ha estado interesada en el "derecho a la vida" sólo en la medida en que ha procurado una manera de vivir que vuelve a cerrar el círculo (ya roto) entre moral y política, ya sea como una práctica de control de la Iglesia misma o una práctica de control del Estado. Siempre como una práctica de control. En este sentido habría acaso que entender la expresión tardía de Foucault: "La moral es la historia del control del cuerpo". De ahí que la Iglesia pueda, simultáneamente, objetar el derecho al uso libre del cuerpo femenino y bendecir las prácticas de un ejército o de un orden jurídico que legitima la pena de muerte.

En el debate sobre el aborto, lo que está en juego para la Iglesia, como lo muestra la propuesta del Congreso de Guanajuato, es una ley que apague a la ley, que propicie un territorio donde la "moral" predomina sobre la posibilidad del derecho. Es obvio que no es una ley que responda a una costumbre ni tampoco a un principio derivado de la propia ley. De ahí la construcción "médica" de su justificación. ƑO acaso van a entregar los curas a las autoridades a toda mujer que haya decidido optar por el aborto?

Hay otra manera de leer esta justificación. No como una discusión sobre cuándo comienza la vida, sino sobre dónde termina el poder de la Iglesia y, en última instancia, del propio Estado. Por esto la pregunta que hizo recientemente Luis Villoro en estas páginas cobra una pertinencia singular: "Tiene el Estado derecho a imponer una concepción moral frente a la diversidad de las que existen en la sociedad". De facto, una construcción jurídico-biológica de una "concepción moral", no trae consigo más que la porosidad de ese orden jurídico. Finalmente, la ley de Guanajuato obstruye toda posibilidad de entender el aborto mismo como un tema de salud pública en sí. Es decir, como un tema de derechos ciudadanos y responsabilidades del Estado.

ƑPor qué el interés en esta porosidad, en construir un territorio que preserva el silencio frente a la ley? Hay una respuesta que remite inevitablemente a la esfera de la política. Al hacerse la pregunta sobre el poder de la Iglesia, la tradición liberal se planteaba un nudo de problemas, en cuyo centro se hallaba la legitimidad de una corporación patrimonial para actuar como un todo sobre las prácticas del Estado. En el lenguaje del siglo xix: la existencia de un Estado en el Estado. El hecho era bastante concreto: la desinstitucionalización permanente de la vida pública. Hoy el dilema no es necesariamente distinto. Sobre todo si se reflexiona que el Partido Acción Nacional se ha descubierto, al llegar al poder, como un organismo radicalmente arraigado en el mundo clerical. La ley promulgada por el Distrito Federal en respuesta a la de Guanajuato habla, a su manera, de la conciencia, en el seno del Estado, de este hecho. Y habla también de un conflicto que se mueve a lo largo de la sustitución del viejo corporativismo por un nuevo patrimonialismo que tiene su hábitat en los poderes civiles del mundo clerical.

La crisis ha alcanzado al propio PAN. Su vieja burocracia política laica se halla aparentemente sorprendida por la fuerza y la vehemencia de esos otros ultras, cuyo avance se halla en la base de la dilusión de la frontera entre la Iglesia y el Estado. El dilema alcanza por supuesto a la propia presidencia de Fox. Una respuesta que atiende a la autonomía del Congreso de Guanajuato no hace más que dar luz verde al reacomodo del mundo clerical dentro del Estado mismo. Un reacomodo que ha sucedido a una velocidad impresionante y que plantea la pregunta sobre una transición que ya muestra un sesgo neopatrimonial.