VIERNES 18 DE AGOSTO DE 2000

 


Ť Leonardo García Tsao Ť

El guitarrista en la luna

Según corresponde a un auteur, Woody Allen vuelve una y otra vez a sus temas predilectos. Si eso llega a producir síntomas de agotamiento -El precio del éxito, por ejemplo-, no le impide alcanzar registros de ingenio y un inédito tono afectivo, como lo hace en Sweet and Lowdown, su penúltima película. (Me niego a llamarla El gran amante, título con el cual la ha afligido una distribuidora especializada en desvirtuar sus productos con nombres de un muy hipotético atractivo comercial.)

El testimonio verbal de varios especialistas en jazz, entre ellos el propio Allen, nos refiere a un músico de los treinta llamado Emmet Ray (Sean Penn) que era un genio para la guitarra pero un patán en los demás aspectos de su vida. Borrachín, padrote, cleptómano, narcisista y ocioso obsesionado con dispararle a ratas en basureros o ver pasar trenes de carga, el hombre es un pobre diablo redimido en esencia por su sensibilidad musical. Pero aún dentro de su arrogancia, Ray se siente inferior a Django Reinhardt ("ese gitano en Francia"), cosa que admite aún en una borrachera o a punto de ser arrestado por la policía.

Obviamente, en eso de la falsa biografía con testimonios de personas reales Sweet and Lowdown repite el recurso de Zelig (sin llegar, por suerte, al gimmick de los documentales trucados). Sin embargo, su parentesco más cercano está en Balas sobre Broadway y Los enredos de Harry. El tema del contraste entre las carencias morales y el genio artístico ha sido más subrayado en la obra de Allen desde que comenzaron a revelarse aspectos escandalosos de su vida personal. Lo que podría interpretarse como una justificación, es también asumir una postura honesta sobre las contradicciones de un artista. Ciertamente, pocos personajes pueden parecer tan ajenos a la inspiración como el lamentable Emmet Ray. Pero en los momentos en que pulsa una guitarra, ese rufián -interpretado con oleaginosa simpatía por Penn- se ve sublimado por la única pasión real de su existencia.

La comedia avanza de viñeta en viñeta, de acuerdo con las afirmaciones de los entrevistados. Esa estructura anecdótica podría haber resultado en una mera colección de gags, de no establecerse un personaje fundamental. En uno de sus ligues, Ray conoce a una chica muda llamada Hattie (Samantha Morton) que por un tiempo se convierte en su pareja incondicional. Si bien no será aprobada por ninguna feminista esa presencia de una mujer sin voz, dispuesta a soportar las patanerías de su hombre, Hattie constituye la médula emocional de la película. (De hecho, su ausencia en el tercer acto provoca una dispersión narrativa, agravada por una Uma Thurman tan artificial y tiesa como es su costumbre).

El peso emotivo de Hattie se debe sobre todo a la actriz. Dada a conocer por su sensible interpretación en la cinta inglesa Bajo la piel, Morton evoca una inocencia silente digna de Lillian Gish. Su mirada de embeleso mientras escucha la guitarra de Ray y se atraganta de comida, es una de las instancias más conmovedoras en la obra de Allen. Por ello, funciona también el fracaso definitivo del protagonista. Como le ocurre a varios héroes allenianos, Ray aprecia demasiado tarde el amor que lo pudo haber salvado.

La tendencia del músico a echar a perder sus sueños queda muy bien ilustrada en la graciosa secuencia en que aspira, literalmente, a colocarse en los cuernos de la luna. Emmet Ray sufre miedo, desequilibrio y finalmente desilusión ante una fantasía de grandeza. Esa habilidad de resumir en un momento de humor físico el tema de toda la película, confirma la estatura -valga el contrasentido- de Woody Allen en la comedia hollywoodense.

El gran amante (Sweet and Lowdown, EU, 1999) D y G: Woody Allen/ F. en C: Zhao Fei/ M: canciones varias; arreglos de Dick Hyman/ Ed: Alisa Lepselter/ I: Sean Penn, Samantha Morton, Uma Thurman, Anthony LaPaglia, Gretchen Mol/ P: Jean Doumanian..

 

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