Ť Sergio Ramírez Ť

El mundo como un pañuelo

A la Feria Mundial de Hannover hay que venir con espíritu de niño que se regocija en el asombro. El tren rápido que devora la planicie boscosa nos ha traído en menos de dos horas desde Berlín para plantarnos a las puertas de la inmensa extensión de 160 acres sembrados de edificios que albergan las exhibiciones de más de 150 países, pobres y ricos, instalados aquí en busca de enseñar a los visitantes cómo son, y cómo ven el futuro.

Desde la estación ferroviaria se llega a las instalaciones por túneles transparentes, y mientras nos acercarnos en las plataformas móviles podemos ir viendo los teleféricos volar sobre los suntuosos pabellones que prometen todas sus sorpresas y encantos, si es que uno pudiera en un solo corto día de visita agotar el repertorio. Hay que conformarse, sin embargo, con ver lo que se pueda antes de pensar en tareas imposibles, y empezar pronto. Con sólo admirarlos de fuera, se disfruta ya de una revista arquitectónica.

Al centro del parque se alza el inmenso domo de madera, tejido como una obra de orfebrería, que es el símbolo de esta feria, igual que el Palacio de Cristal lo fue de la Feria de Londres de 1851, o la torre Eiffel de la Exposición Mundial de París abierta en 1889. Y la Feria de Hannover marca en el año 2000 el inicio de un siglo, como la Exposición Mundial de París de 1900 daba paso a las parafernalias del siglo xx.

Entonces empezaba a quedar atrás la era victoriana que había representado el formidable boom tecnológico industrial del siglo xix, y proliferaban los catálogos de invenciones, muchas de ellas nunca llevadas a la práctica, por demasiado costosas, o por estrambóticas, como los elevadores hidráulicos para montar en el lomo de los elefantes. Pero se quedaron los telares mecánicos, las segadoras de pasto, los trenes subterráneos, el cable submarino, el telégrafo inalámbrico, el aparato de sacar radiografías, la fotografía instantánea, la cámara de cine, que siguen siendo aún maravillas de nuestro tiempo.

Thomas Alba Edison era entonces el héroe de los mil inventos tecnológicos. Hoy, hace falta en Hannover un pabellón de Bill Gates, cuya presencia en la cultura moderna no deja resquicios para ignorarlo. Tampoco hay un pabellón de Estados Unidos, que no vino, y deja un gran hueco en la feria. Pero a lo mejor el de hoy no es ya un mundo de países, sino de trasnacionales tecnológicas. Uno quisiera ver mejor lo que piensa la Sony acerca del futuro, que lo que piensa el Japón, que ha levantado un impresionante pabellón hecho de papel reciclado, para demostrar el peso de la ecología en su identidad nacional, o lo que piensa la Philips acerca de las comunicaciones del siglo xxi y no Holanda, que enseña sus paisajes reproducidos de manera natural, montados sobre varios pisos, en un alarde escenográfico que comienza en el mismo techo del edificio con un lago, y continúa en el piso más alto con un bosque vivo.

Una feria como esta es, al fin y al cabo, pura escenografía, como el pabellón de Nepal, que no es sino un templo de los montes Himalayas, medio budista y medio hindú en homenaje a la concordia, fabricado de madera tallada, como si hubiera sido trasplantado desde Katmandú; o el de Arabia Saudita, un fuerte de piedra en las arenas del desierto, no sé sin con camellos, como si se tratara de una vieja postal. Escenografía, luz, color movimiento, como enseñan todos juntos, bajo un mismo techo, los países del Africa negra, y allí proliferan las máscaras, las telas coloridas, y estallan los tambores que hacen correr a la gente para presenciar las danzas rituales que interpreta una cuadrilla de bailarinas de la Costa de Marfil.

Pero porque las horas se van, he querido recorrer a marcha forzada los pabellones de América Latina donde el tema de la preservación de la naturaleza, los bosques, las fuentes de agua, es dominante. Los de Cuba, Panamá, República Dominicana muestran los balcones de sus casas coloniales frente a una plaza de armas como si la representación teatral fuera a empezar. El de México es una construcción en serio, un edificio de cubos transparentes que encierran tres patios que representan el mar, la selva y el desierto; el de Colombia, con un techo de bambú y maderas sostenido por pilares que semejan árboles, y el de Venezuela, obra del arquitecto Frutos Vivas, se abre como una gigantesca flor, "una flor sobre el Tepuí". Todo es imaginativo.

Mientras, cerca de allí, los países centroamericanos, que se han asociado para comparecer juntos, se quedan sin público porque tienen poco que exhibir salvo un túnel ecológico con ruidos de la selva, cascadas de agua y rugidos de fieras grabados en una banda de sonido. Los estantes de los pequeños cubículos que le tocan a cada uno de los cinco países, aparecen desiertos. Siento que nos enseñamos más pequeños de lo que realmente somos, y el corazón se oprime. Al menos deberíamos mostrar a nuestros artistas y escritores, pienso, a nuestros humanistas y pensadores. Tenemos un Premio Nobel de Literatura, dos Premios Nobel de la Paz. Apenas el día anterior, Augusto Monterroso ha ganado el Premio Príncipe Asturias de las letras.

La tarde se va sin haber alcanzado a ver las instalaciones de la feria que enseñan el progreso tecnológico, y la manera en que será la vida del futuro. Pero dos días después tendré la oportunidad de admirar la exposición Las Siete Colinas montada en la antigua Escuela de Artesanía de Berlín a un costo de 20 millones de dólares, y que muestra precisamente eso, los alardes tecnológicos y los avances de la ciencia en la medicina, la biología, las comunicaciones, algo que termina aturdiendo. La Feria de Hannover ni siquiera imagino cuánto cuesta ni me he detenido a preguntarlo, temiendo que se trate de cifras más allá de mi comprensión.

 

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