DOMINGO 13 DE AGOSTO DE 2000

 


Ť Carlos Bonfil Ť

El gran amante

Todo mundo entiende, naturalmente, que las distribuidoras fílmicas en México deseen hacer más atractivos sus productos cambiando los títulos que, a su juicio, parecen poco comerciales. El título original de la cinta más reciente de Woody Allen, Sweet and lowdown (Dulce y ruin), debió así parecerles un tanto incomprensible, aunque en realidad califique atinadamente la personalidad ambigua del protagonista Emmet Ray (Sean Penn), el "segundo mejor jazzista del mundo". Lo que se prefirió fue un título reduccionista, El mejor amante, más apto para un Lando Buzzanca o un Vittorio Gassman de los setenta que para este personaje contradictorio y fascinante que es justamente lo contrario de un buen amante. La pregunta obligada y un tanto ingenua es: Ƒpor qué no confiar un poco más en la inteligencia de los espectadores -o por lo menos en la propia- al buscar un título "atractivo"? (En Francia también se desechó el título original, pero en su lugar se propuso un juego verbal relacionado con la música y los sentimientos: Acordes y desacuerdos).

Sweet and lowdown (El gran amante) es una estupenda falsa cinta biográfica, un docudrama sobre la vida profesional y afectiva de un guitarrista, Emmet Ray, que nunca existió. Como en Robó, huyó y lo pescaron, o en Zelig, el director arma una investigación casi periodística, con entrevistas a especialistas de blues y de jazz, intervenciones del propio Allen en calidad de fan del género, y una meticulosa exploración de la atmósfera social de los años treinta, época en la que supuestamente brilló el talento del músico. Abundan los aspectos pintorescos, los clichés que vinculan neurosis y creación artística, genialidad y egoísmo, todo lo que siempre ha alimentado el culto a las figuras de la bohemia artística. El placer de Woody Allen consiste en manejar con ironía muy fina estos mitos, ilustrar a partir de ellos las manías y delirios del muy ególatra Emmet Ray (Sean Penn, soberbio), para luego elaborar una reflexión sobre dos temas predilectos: la celebridad y la frustración amorosa. Como en muchas de sus cintas, el reflejo autobiográfico es inevitable y por lo general se resuelve en un retrato del artista como seductor fallido, desde el homenaje paródico a Humphrey Bogart en Sueños de seductor (Play it again, Sam), hasta la formidable melancolía de Manhattan. En Sweet and lowdown el guitarrista Emmet Ray tiene presentaciones escénicas kitsch y catastróficas, con una media luna-columpio que lo precipita al suelo, o con el estigma de aparecer siempre como un genio de segunda, el eterno second best frente a Django Reinhardt, el mejor guitarrista del mundo. A esto hay que añadir la naturaleza de sus hobby/manías: contemplar morosamente el paso de los trenes y disparar sobre las ratas en los basureros. Una más: hablar incansablemente de sí mismo. Su vida amorosa se divide entre su esposa, una mujer deslumbrante (Uma Thurman), un tanto ambiciosa y no menos egoísta que él, y su amante (Samantha Morton, toda una revelación), la interlocutora perfecta: muda de nacimiento y paciente por devoción amorosa.

Una de las ocurrencias ingeniosas de Woody Allen es construir esta falsa biografía, este armazón de falsificaciones e imposturas, a partir de un modelo fílmico olvidado, cuando no maltratado por la crítica, la cinta Sweet and lowdown (1944), de Archie Mayo, que en México se llamó Disloque musical, historia de un trombón que, luego de mil avatares, triunfa en la orquesta de Benny Goodman. La película de Allen coloca el acento en la melancolía, en una sucesión de éxitos parciales y fracasos nunca del todo estruendosos, y en la crisis existencial y afectiva de un hombre maduro, cubierto todo él de mujeres, incapaz sin embargo de abandonarse y satisfacer a una sola de ellas. Muy al margen de especulaciones ociosas sobre la vida sentimental del cineasta, la nueva cinta de Allen seduce por la sobriedad de su factura artística y por su manera lacónica, de emoción contenida, con la que aborda sus temas. Este registro sorprenderá (o decepcionará) a quienes busquen al director de las geniales ocurrencias humorísticas (Los enredos de Harry, por ejemplo), pero no a quien disfrute en el recuerdo cintas como Crímenes y pecados o Balas sobre Nueva York. Esta sobriedad en el relato permite al mismo tiempo que Sean Penn construya un personaje complejo y muy sólido, y brinde una de sus mejores actuaciones. Es tentación común encasillar a los grandes directores en un género o en un estilo bien definido, y esperar luego en cada nueva película la confirmación de idénticas expectativas y certidumbres. Woody Allen multiplica con malicia los desdoblamientos de su propia personalidad artística, burlona, camaleónicamente. La invención de Emmett Ray es uno de ellos. Sweet and lowdown (El gran amante) es, por otro lado, un complemento ideal para el documental Woody Allen, el hombre del blues (1998), de Barbara Kopple, que la Cineteca Nacional estrenará a finales de este mes.