DOMINGO 13 DE AGOSTO DE 2000
Ť José Antonio Rojas Nieto Ť
Dos puntos de discusión
Permítaseme plantear lo que en mi opinión son dos realidades vinculadas: impuestos petroleros y tarifas eléctricas, cuyo tratamiento definirá mucho nuestro perfil de país. Por una parte, vale la pena decir una vez más que este año el gobierno recibirá cerca de 27 mil millones de dólares de ingresos fiscales provenientes del petróleo, más de 5 por ciento de un PIB que alcanzará cerca de 500 mil millones de dólares. Lo harán posible la producción de más de tres millones de barriles de crudo y casi 5 mil millones de pies cúbicos de gas natural a costos inferiores a los que reconoce el mercado mundial para establecer el precio de hoy; pero también la venta interna diaria de un millón 700 mil barriles de gasolinas y derivados, y más de dos millones de pies cúbicos de gas natural.
Que Pemex sea una empresa estatal muy poco o nada tiene que ver, por cierto, con el acceso al IVA petrolero. Pero mucho -todo, de hecho-, con el acceso al IEPS y a los derechos de extracción de hidrocarburos (forma fiscal de la renta petrolera). Basta imaginar al Estado mexicano negociando -una vez más- con compañías privadas nacionales y extranjeras para que paguen sus impuestos por extracción de crudo y gas natural, y que participen al Estado de las ganancias provenientes del diferencial entre sus costos de producción y el precio al público. Menudo problema, ya no sólo fiscal, sino social y político. La historia de la expropiación no debe olvidarse, a pesar de que merced a muchos años de política errática, de contubernio, de corrupción y, sin duda, de pasividad y tolerancia de la sociedad frente a ellos, estos ingresos fiscales petroleros han subsidiado a quienes hacen grandes negocios, lucran, especulan y no pagan impuestos, y a quienes pagan mucho menos de lo que debieran.
Por eso, si el próximo gobierno quisiera una reforma fiscal de fondo -la que por cierto, debe ser gradual, paulatina, y consultada y apoyada por la sociedad para garantizar su éxito- debe revisar muy en serio la participación del petróleo en el fisco. El aliento a una mayor autonomía de Pemex respecto a Hacienda y, sin embargo, un férreo pero técnica y políticamente impecable control por parte del Congreso, son condición para ello. Esto, además, exigiría que una de las más nobles empresas paraestatales de México fuera dirigida y administrada de forma impecable, y en el marco de una estrategia nacional de desarrollo que busca la utilización óptima de los recursos petroleros (exhaustibles, que nunca se nos olvide, por favor). Y, sin duda, por un equipo y un director de gran solvencia técnica y profesional, intachable conducta, y sólido prestigio moral frente a la sociedad.
Tampoco debe olvidarse la historia de la nacionalización eléctrica, la que por cierto el año pasado no fue celebrada por el actual gobierno. En este caso también sucede algo similar a lo de los costos del petróleo, aunque no se traduce en impuestos, sino en tarifas más bajas. No me refiero, por cierto, a la baja que proviene del subsidio a los sectores domésticos y agrícola, cuyo sentido y alcance, extensión e intensidad, por cierto, debieran ser reconsiderados por la sociedad a través del Congreso de la Unión. Todo subsidio involucra transferencia de recursos aportados por todos a algunos; debe ser, entonces, resultado de una decisión de la sociedad y no fruto de una resolución administrativa gubernamental, por más razonable que pudiera parece. Me refiero, en cambio, al nivel de la tarifa eléctrica que resulta de la suma de costos: generación, transmisión y distribución de la electricidad. En el caso de la generación es donde ocurre algo similar al petróleo, pues no todas las plantas, ni todas las regiones tienen los mismos costos. ƑCuál debe ser, entonces, el costo que en cada hora del día, de todos los días del año se reconozca para establecer el precio de la electricidad?
Garantizada la eficiencia de generación (en CFE se tiene), no hay duda de que el de la planta más cara que debe operar para satisfacer las necesidades instantáneas de electricidad. Sin embargo, el catecismo neoclásico ordena que ese alto costo debe pagarse a todos los productores para alentar el mercado. Hace analogía del petróleo, donde a todos los yacimientos se les reconoce el costo del pozo más caro cuya producción, en un momento dado, exige la demanda. Pero aquí, a diferencia del internacionalizado mercado petrolero, hay una gran diferencia. Por sus características el mercado eléctrico es diferente. Puede haber, como hasta ahora, una empresa integrada verticalmente, a la que no se le deban pagar los costos más caros a cada momento. Esa empresa en México es CFE y opera con un profundo sentido social. Aquí, en esto, precisamente en esto, está el lío de la privatización, no sólo en México, sino en todo el mundo. Hay que pagar lo más caro para alentar la participación de inversionistas; y que ellos sean los que encabecen, en beneficio del usuario, se dice, la gran renovación tecnológica que se registra con las centrales de ciclo combinado a gas natural, cuya eficiencia ya supera el 50 por ciento (casi 60), cuando tradicionalmente era de sólo 30 a 35 por ciento, lo que hace bajar los costos.
Todo este embrollo para decir que la discusión fiscal, la discusión sobre el futuro de Pemex y la discusión sobre la privatización eléctrica están estrechamente unidas. Y que nunca como ahora es necesario enfrentarlas integralmente para garantizar la posibilidad de definir un nuevo perfil de desarrollo a un país que necesita superar sus problemas seculares de pobreza, miseria, marginación e injusticia, para lo cual también necesita superar la tradición de engaño, deshonestidad y corrupción públicas.