JUEVES 10 DE AGOSTO DE 2000
* Olga Harmony *
La cantante calva
Ya me he referido, con todo el entusiasmo que me despiertan los buenos proyectos institucionales, al ciclo propiciado por el ISSSTE, La comedia universal, por lo que no insistiré en el asunto. Esta vez su director artístico, Germán Castillo, dirige La cantante calva, obra con la que su autor, Eugene Ionesco, inició un amplio movimiento ųque abrevó en todas las vanguardias del siglo XXų caracterizado como el teatro del absurdo. A 50 años del estreno de este texto tan estudiado sería ridículo entrar en un análisis del mismo. Pero sí desearía yo compartir con el lector algunas reflexiones del tipo de lo que el tiempo nos hace a todos, hombres y obras.
Es muy conocido el escándalo que suscitó su estreno con la compañía de Nicolás Bataille, que dividió al público y a la crítica, un poco lo que ocurriría una decena de años después, entre nosotros, con los montajes de Juan José Gurrola y Antonio Passy (y desde entonces, hasta donde sé, no había vuelto a ser escenificada en México). El absurdo irrumpía en los difíciles años de la posguerra, el teatro de la incomunicación cundió en los países europeos como una manifestación de los temores ocultos por lo que sería el largo periodo de la guerra fría, al tiempo que lograba una gran apertura formal del tradicional teatro aristotélico. Ionesco, además, buscó con La cantante calva una deconstrucción del lenguaje y los modos de ser de la pequeña burguesía: no en balde el interés que mostró por el idioma en ésta y en otras obras lo llevó a ocupar un sitio en la Academia Francesa.
En momentos de las definiciones políticas, se creyó ver en un texto como Rinocerontes una preocupación por el entorno social lo que siempre fue negado por el autor, pero que estableció otra polémica, entre los admiradores de esta última y los de su primera obra. Controversia inútil. El subversivo cuestionador de todo, ya viejo y colmado de honores, pidió junto a ese otro ex niño terrible, Arrabal, que los estadunidenses lanzaran la bomba atómica sobre la Nicaragua sandinista.
Un proceso similar ha sufrido La cantante calva en el medio siglo transcurrido desde su estreno. Si bien sigue siendo un sugestivo texto de crítica a la chatura de muchas vidas convencionales y muestra el real problema de la incomunicación humana, al tiempo que sobrevive la idea inicial del lenguaje como referente de lo que somos ųy a la disgregación de éste la disgregación del ser humano, lo que en nuestra época da pie a muchas y entristecidas reflexionesų, teatralmente ya no produce el shock de su estreno. Mucha agua escénica ha corrido y ya no es el mismo río, el público ya está muy habituado a las rupturas dramatúrgicas y la ve, ahora, como una comedia, ingeniosa y subversiva si se quiere, pero sin las molestias de quienes se enfurecieron porque no salía una cantante calva.
Germán Castillo en alguna ocasión expresó en público que el teatro del absurdo hay que darlo con absoluta seriedad, con lo que yo estoy de acuerdo, recordando montajes del pasado, algunos en verdad brillantes, de obras de Ionesco, que al absurdo textual sumaban el absurdo escénico. En esta escenificación, Castillo mantiene la formalidad, si bien un tanto fársica, de sus actores en los momentos más desternillantes, como es el diálogo de los señores Smith acerca de Bobby Wilson o el diálogo a base de falsos proverbios (como se sabe, tomados de un manual de conversación franco-inglés). Pero también, desde la escenografía de Arturo Nava ųhileras de maniquíes de la guardia real y dos muy altos de oficiales, con lo que sin duda se muestra el orden inglésų mezcla algunos elementos del absurdo, primero muy sutilmente, creciendo a medida que se acerca la destrucción lingüística del final, pasando por los momentos coreografiados entre escena y escena. Con su gran sentido para la comedia y su sabiduría acerca de los tonos, logra que la escena del reencuentro de los señores Wilson tome un tono de melodrama, alejado de lo que pide Ionesco y de lo que hizo su primer director. El juego de las sillas ofrece una lectura escénica, no textual, de soterrada rivalidad entre los dos matrimonios que mantiene lo visto en su primer encuentro.
Al excelente trazo escénico y los límites siempre bien marcados en exactas dosificaciones, entre realismo y absurdo, se suma una buena dirección de actores, todos muy bien en sus diferentes partes. Rafael Pimentel Pérez y Bárbara Eibenschutz como los señores Smith, Fernando Becerril y Dobrina Cristeva como los señores Martin, Karla Konstantini como Mary y Juan Sahagún como Bombero, resultan muy eficaces en la difícil interpretación de textos que no conllevan la lógica de los parlamentos convencionales. Por último, y creo que esto es muy importante, se me dice que el público del ISSSTE, que es el público natural del programa, disfrutó la escenificación tanto como el del estreno con invitados.