MIERCOLES 9 DE AGOSTO DE 2000
* Patricia Verdugo* *
šAl fin desaforado!
Se respira mejor en Chile. šAl fin desaforado! La decisión de la Corte Suprema se celebra en calles y casas. Más de 70 por ciento de los chilenos --así lo indicaban las encuestas-- están convencidos de su culpabilidad y creen que Pinochet debe ser enjuiciado. Se respira mejor sin duda. Los 20 jueces de la Suprema tuvieron ante sí 13 tomos, miles y miles de hojas, con las pruebas. Ahí están las declaraciones de generales, coroneles y otros altos oficiales. Poco a poco, en el curso de dos años y medio de investigación, el juez Juan Guzmán Tapia fue ratificando judicialmente la historia de la trágica caravana de la muerte.
Una historia que, en síntesis, es el acto fundacional de la cruenta dictadura de Pinochet. Designó al poderoso general Sergio Arellano Stark como su oficial delegado, dotándolo de plenos poderes. Y este militar recorrió Chile, de norte a sur, sacando a escogidos prisioneros políticos y los hizo masacrar. No hubo consejos de guerra, no hubo condenas legales. Se trataba simplemente de masacrar con decenas de balas y cortes de daga a prisioneros indefensos.
Incluso en el caso de la nortina ciudad de Copiapó hay un testimonio militar que relata el asesinato de un joven profesor de física llamado Leonello Vincenti. Es un relato escalofriante. Un miembro de la caravana, el teniente Armando Fernández Larios, fue al lugar donde estaban los prisioneros, dentro del regimiento, y "premunido de un arma, que con- siste en un mango con cadena y una bola de púas, golpeaba en la cabeza a la gente. De este accionar resultó muerta una persona de nombre Leonello Vincenti". Lo dice un militar. Y el teniente asesino es el mismo que, tres años después, participa en Washington en el atentado terrorista que asesinó al ex canciller Orlando Letelier y a su asistente Ronnie Moffit, de nacionalidad estadunidense.
Pero la caravana de la muerte los asesinó y ordenó ocultar sus cadáveres, transformándolos en detenidos desaparecidos. Desde que se inició la transición a la democracia, en 1990, estamos abriendo fosas para encontrar los cuerpos de más de mil chilenos desaparecidos. De los 75 asesinados por la comitiva militar, 56 ya han aparecido. Y cuando un cuerpo aparece, se da por comprobado el homicidio y se aplica la amnistía que el mismo Pinochet decretó para su propia impunidad y la de sus agentes criminales.
Pero, en este caso, hay 19 chilenos que aún permanecen sin tumbas. Y sus casos son judicialmente calificados como "secuestros", delito permanente, aún en ejecución mientras no se pruebe lo contrario y, por tanto, no puede ser amnistiado.
Las pruebas que tuvieron los jueces a la vista son contundentes. Augusto Pinochet delegó sus poderes, como comandante en jefe del ejército y como presidente de la junta militar, en esta cara- vana de la muerte. Y cuando la misión terminó, todos los oficiales fueron premiados con ascensos y designaciones especiales. Ninguno fue castigado. Por el contrario, fueron sacados del ejército todos los comandantes que de algún modo expresaron su disidencia por el accionar criminal de la caravana de la muerte.
Los creyentes dirán que es "justicia divina". Los agnósticos dirán que la "historia siempre ajusta las cuentas". Porque finalmente es el acto fundacional de la dictadura el que pone al tirano en el banquillo de los acusados. Un acto fundacional diseñado tras el golpe militar de 1973 para conseguir dos objetivos: "matar dos pájaros con un solo tiro". Primero, comunicar al país en general y a la izquierda en particular que no cuenta ley alguna, que la sangre correrá hasta "extirpar el cáncer marxista". Objetivo plenamente logrado: de ahí en adelante los chilenos quedan paralizados por el terror y la gente de izquierda huye al exilio. Segundo, comunicar al ejército y al resto de las fuerzas armadas que el mando es un solo Pinochet y que se inicia una "guerra" sin Dios ni ley. El que no acata, queda fuera y arriesga incluso el pellejo. Objetivo plenamente logrado: en el proceso, varios altos oficiales relatan que desde ese momento tuvieron claro que debían ser obe- decidas las órdenes criminales sin chistar, "de lo contrario podían matarme".
Para entender esta historia hay que conocer la idiosincrasia chilena. Cualquiera tiene derecho a decir de qué legalidad hablan si se dio un cruento golpe militar, bombardeando incluso el palacio presidencial de La Moneda. Lo que sucede es que este legalista país pidió la intervención militar (la mayoría) y la acató con tristeza (la minoría) porque fue "para restablecer la ley y el orden". Y a los dos días del golpe, ya no se escuchaba un tiro en las calles y todos volvieron a sus actividades con plena normalidad.
Pinochet inventó una guerra, y de ahí la misión de la caravana de la muerte. Esa guerra inventada, para fundar una larga dictadura militar, era necesaria en el plan derechista. Se necesitaban muchos años de terror paralizante para cambiar al Chile progresista y estatista en un Chile neoliberal y privatista. Y a Pinochet ese plan le vino de maravillas: podía transformarse en líder mundial contra el comunismo, además de gozando de poder absoluto hasta la eternidad.
Pero nada es eterno, general Pinochet.
*Periodista y autora del libro Los zarpazos del puma, que denuncia en plena dictadura los crímenes de la caravana de la muerte.