LUNES 7 DE AGOSTO DE 2000

La cultura democrática

 

* Elba Esther Gordillo *

Uno de los resultados de la normalidad democrática, quizás el más importante, es la legitimidad que aporta para que quien resulta triunfador en las elecciones esté en capacidad de tomar las decisiones que permitan a una sociedad enfrentar sus problemas.

Gobernar es decidir y esas decisiones no están nunca, no pueden estarlo, exentas de los costos que habrán de modificar, para bien o para mal, las percepciones que se tenían con respecto a tal o cual oferta política.

Dentro del despliegue propagandístico que cada vez adquiere más relevancia en las campañas electorales fue prácticamente imposible escuchar que se propusiera elevar los impuestos, o encarecer el predial y los servicios o suspender los subsidios. A cambio, lo que se ofreció es que los grandes problemas tendrán solución y que la situación, general e individual, mejorará aceleradamente.

Pasadas las campañas y contados los votos, quien resulta triunfador tiene que elegir en qué momento hará frente a las limitaciones que la realidad impone y empezar a convencer a sus electores de lo que sí podrá hacer y aquello que no hará o que tardará más en alcanzar.

Es de esperar que la popularidad que lo llevó a la victoria descenderá, como también lo es que la responsabilidad de gobernar no puede compatibilizarse con la pretensión de preservar el discurso clientelar que lo llevó a la victoria.

Quizá lo único que resulta posible es evaluar el tamaño de los costos, el impacto a la baja que tendrá la popularidad y el tiempo en que ella se recuperará si las medidas tomadas, amargas al principio, dan los resultados deseados en el mediano plazo. De acertar en la evaluación de tiempos y costos, la confianza habrá de recuperarse conforme los resultados se aprecien, o se perderá definitivamente si ello no ocurre.

Por el contrario, si ya en el ejercicio de gobierno, en aras de una supuesta congruencia, mantiene el tono clientelar, lo único que se está difiriendo es la crisis de confianza y, naturalmente, aumentando el riesgo de que los costos se vuelvan impagables. La "luna de miel" entre electores y gobernante se mantendrá sólo mientras la realidad se impone, o los problemas se desbordan.

Las elecciones del pasado 2 de julio, quizá como ninguna otra en los tiempos recientes, dan la inmejorable oportunidad para seguir construyendo la cultura de la democracia, y que no concluye en la correcta emisión y conteo de los votos, sino que debe llevarnos a entender que el verdadero cambio, el de fondo, no está en sustituir a un partido por otro, sino en que la sociedad asuma que los enormes problemas del país son su responsabilidad, y no se resolverán transfiriéndola a la gestión de un gobierno.

Votar es hacerse cargo de la solución de los problemas y no la vía para transferirla a otros. Si la sociedad votó como lo hizo, mostrando con ello su edad política, lo que corresponde hacer a quienes resultaron triunfadores es decirle lo mucho que tiene que aportar para salir de los problemas y no refugiarse en un discurso clientelar que sólo hace evidente la cortedad de miras. *

 

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