DOMINGO 6 DE AGOSTO DE 2000
MAR DE HISTORIAS
Los pasos perdidos
Ť Cristina Pacheco Ť
En cuanto se fueron los de la mudanza, Amalia se quitó los zapatos. Sintió en la planta de los pies el piso helado. Se estremeció y recordó la advertencia que les había hecho su casera antes de que ella y Fernando firmaran el contrato: "A este departamento le pega muy buena luz, pero como da al norte es algo frío".
Aquella tarde, cuando estuvieron solos, Fernando dijo preferir esa orientación, pensando en la época de calor. Amalia comprendió que su marido ansiaba ponerle fin a una larga búsqueda. Ella también quería escapar de la incertidumbre y la nostalgia. La habían agobiado desde que Fernando le informó que era imposible seguir viviendo en la casa adonde habían llegado en 1974, cuando Alejandro acababa de cumplir cinco años y Ana Paula tres.
Amalia esgrimió varios argumentos para evitar la mudanza: "Aquí hemos vivido siempre, todo el mundo nos conoce y cuando nos visitan los nietos tienen espacio dónde jugar". A esas verdades Fernando opuso otra incontrovertible: "ƑSabes cuánto nos piden para renovar el contrato? Casi el doble: siete mil pesos. ƑDe dónde quieres que los saque".
Amalia dijo que podrían pedir ayuda a sus hijos. Fernando la devolvió a la realidad: "Pero si Alejandro vive pidiéndonos prestado. Y en Ana Paula, ni pienses. Su esposo va a decir que nos mantiene. Si ahora que no le debemos nada ya ves cómo nos trata, imagínate si supiera que nuestra hija nos da para la renta".
Fernando se irritó como siempre que mencionaban el nombre de Gregorio, su yerno. Amalia prefirió no referirse a la alternativa en que había estado pensando: buscar un trabajo en serio y olvidarse de las artesanías que dejaba a consignación en las grandes tiendas.
En el desvelo de esa noche Amalia siguió considerando su plan. Trazó un itinerario mental. En cuanto fuera posible visitaría a sus ex compañeros de la Bancaria que estaban en condiciones de emplearla: "Luis Jiménez tiene un despacho de contadores. También puedo llamar a Gloria Salas: su marido es contratista y le va muy bien". Llena de entusiasmo, al fin se quedó dormida.
Por la mañana, frente al espejo del botiquín, sus sueños se desvanecieron: vio su rostro marchito, su cabello mal cortado, su mentón vencido. Más que su propia imagen, le sorprendió darse cuenta que se había pasado el tiempo viendo crecer a sus hijos y procurando la felicidad de su marido. "ƑY yo?", le preguntó a su imagen en el espejo y salió huyendo del baño.
Desde aquella mañana Amalia empleó las horas marcando con circulitos rojos "El Aviso Oportuno". Por las tardes ella y Fernando iban a ver las posibilidades. El único departamento accesible era el que daba al norte. Presionados y tristes por tener que salir de su antigua casa, firmaron el contrato. Quince días después, un domingo, abordaron su automovilito y arrancaron tras el camión de "Mudanzas Vieyra".
II
Antes de que comenzaran a empacar Fernando le pidió a su esposa que no pretendiera meter en el nuevo departamento la infinidad de objetos reunidos durante tantos años. Amalia estuvo de acuerdo; otra ventaja del cambio era permitirles deshacerse de cosas inútiles. Sin embargo, la noche del sábado, a su marido le costó trabajo convencerla de que arrojaran los juguetes ya inservibles al montón de basura acumulada en la esquina de su casa. Amalia accedió llorando.
El domingo, al darle una última mirada a la casa, Amalia alcanzó a ver cómo los trabajadores de limpia, entre maldiciones y risotadas, arrojaban sobre una montaña de inmundicias las muñecas tuertas, los patines sin ruedas y los balones flácidos, que habían sido parte de sus íntimos tesoros. Entonces se alegró de no haber cedido a la tentación de tirar sus zapatos viejos. Se dio cuenta de que eran muchísimos cuando tuvo que esforzarse para que todos cupieran en la enorme caja adquirida en una bodega.
El recuerdo de sus zapatos viejos le daba certidumbre ante su nueva vida. Riendo en secreto, decidió que, una vez instalados, los desplegaría en la recámara. El aparente capricho ocultaba su urgencia de reconstruir su vida: sus quince años, el día de su graduación, un viaje memorable a Veracruz, su primer trabajo, la fiesta en que conoció a Fernando, su noche de bodas. Los embarazos de Alejandro y Ana Paula estaban simbolizados por dos pares de chanclones comodísimos y muy poco favorecedores.
Dudó mucho antes de meter en la caja las zapatillas de raso con flores de chaquira que asociaba al nombre de José Garcés: el muchacho que la había despertado a la pasión. Con frecuencia se libraba del agobio doméstico mirando aquellas zapatillas escandalosas. Con sólo tocarlas ella volvía a soñar.
III
Rumbo a su nuevo domicilio Amalia sintió, más que nunca, el deseo de mirar las zapatillas. Estaba segura de que eso le daría la vitalidad necesaria para realizar su proyecto: buscarse un trabajo, emprender una nueva vida. Antes de que pudiera darse cuenta ya estaba comunicándole a Fernando su decisión. El opuso toda clase de argumentos para hacerla desistir. Cuando vio que no lo conseguía, echó mano de su última carta: "ƑY qué pasará con los nietos cuando Alejandro o Ana Paula te pidan que se los cuides?". Amalia no titubeó: "Si puedo lo haré con mucho gusto; si no, les diré que lo siento. Tendrán que comprenderlo".
Fernando guardó silencio. Fijó la mirada en el emblema de "Mudanzas Vieyra" como si fuera lo único existente en el mundo. Después, con mucha delicadeza, retomó la conversación: "Sabes que te apoyo en todo. Si quieres trabajar, de acuerdo; comprendo que estés aburrida de la casa y harta de que no pueda darte lo que quieres".
Amalia se inquietó por la interpretación que su marido acababa de darle a sus palabras y se aprestó a sacarlo de su error: "ƑMe has oído quejarme? Al contrario, siempre he dicho que eres un magnífico esposo y te agradezco cuanto me has dado". Fernando se volvió irónico: "No ha sido mucho. Ni siquiera pude pagar la nueva renta de la casa. Sé que para ti ha sido muy difícil dejarla y te costará adaptarte al departamento". Amalia quiso ser positiva: "Es fresco: da al norte. Además será fácil limpiarlo antes de irme a trabajar, porque te advierto que..."
Fernando la interrumpió: "Amalia, no te ilusiones. Te llevo dos años. ƑCuántos tienes? Cuarenta y cuatro". Amalia saltó en el asiento: "Oyeme, no soy una anciana". "Para buscar trabajo sí, y lo sabes. Si no ando vendiendo corbatas en las calles lo debo a que mi hermano es dueño de la ferretería y me permite trabajar allí". Amalia descargó su contrariedad dando un golpe en la ventanilla: "Pues dile que me dé una chamba a mí también". Fernando no pudo refrenar una carcajada: "šPor Dios! ƑQué sabes de tornillos y madres de esas? šNada!".
Sin darse cuenta habían llegado a su nuevo domicilio. Al ver la fachada Amalia pensó que tal vez sería la última mudanza en su vida. Quiso combatir los pensamientos lúgubres y recordó sus zapatillas de raso. Cuando vio que Fernando salía del auto le gritó: Diles a los señores que bajen primero la caja de cartón grande". Fernando regresó y se asomó por la ventanilla: "La dejé allá. Estaba llena de zapatos viejos llenos de hongos. ƑLos querías para algo?".
Amalia no supo qué decir. Bajó del coche y entró en su nuevo departamento. Luego, en cuanto los hombres de la mudanza se fueron, se descalzó y se puso a caminar sobre el piso. Recordó las palabras de su casera: En efecto, aquello le pareció demasiado frío, quizá porque ya no conservaba sus zapatillas de raso.