DOMINGO 6 DE AGOSTO DE 2000
Ť Angeles González Gamio Ť
El hallazgo del siglo
Pocas descripciones tan impresionantes en la historia, como las que hacen tanto Hernán Cortés, como el soldado-cronista Bernal Díaz del Castillo, del Templo Mayor, de la prodigiosa ciudad México-Tenochtitlan. Dice el conquistador en su segunda carta de relación: "...y entre estas mezquitas, hay una que es la principal, que no hay lengua humana que sepa explicar la grandeza y particularidades de ella, porque es tan grande que dentro del circuito de ella, que es todo cercado de muro muy alto, se podía muy bien hacer una villa de quinientos vecinos... hay bien cuarenta torres muy altas y bien obradas, que la mayor tiene cincuenta escalones para subir al cuerpo de la torre; la principal es más alta que la torre de la iglesia mayor de Sevilla. Son tan bien labradas, así de cantería como de madera, que no pueden ser mejor hechas ni labradas en ninguna parte, porque toda la cantería de adentro de las capillas donde tienen los ídolos, es de imaginería y zaquizamíes, y el maderamiento es todo de masonería y muy pintado de cosas de monstruos y otras figuras y labores. Todas estas torres son enterramiento de señores y las capillas que en ellas tienen son dedicadas cada una a su ídolo, a que tienen devoción".
Efectivamente, este templo soberbio, estaba dedicado a las dos deidades principales del mundo azteca; Tláloc, el Dios del Agua, y Huitzilopochtli, el señor de la Guerra, aunque ambos tenían otras advocaciones, pero éstas eran las sobresalientes. Como era la costumbre, el Templo Mayor fue rehecho varias veces; los españoles a su llegada admiraron el séptimo. Este, al igual que varios anteriores que guardaba en sus entrañas, fueron destruidos durante las feroces batallas y el sitio que finalmente llevó a la derrota de los valerosos aztecas.
Sobre sus ruinas y las de la que había sido grandiosa ciudad, con las mismas piedras y las mismas manos, se levantó la ciudad de los españoles. Pero allí, debajo de las construcciones hispanas, se conservó gran parte de la riqueza de la antigua capital del impero Mexica. Entre otras, ofrendas y entierros, de las cuales sólo en el Templo Mayor se han encontrado más de 100. Recientemente se ha estado excavando la que fue la escalera del sexto templo, que se encuentra debajo de la llamada Casa de las Ajaracas y su vecina, la Casa de las Campanas, en donde se forjaron las primeras de la Nueva España. Allí han trabajado bajo el ojo cuidadoso de Eduardo Matos, coordinador del Proyecto Templo Mayor, desde su nacimiento en 1978, un grupo de entusiastas arqueólogos: José Alvaro Barrera, Alicia Islas, Roberto Martínez, Raúl Barrera, Alfredo Reyes y la bióloga Norma Valentín Maldonado.
Como esperaban, salieron varias ofrendas, pero en una de ellas apareció lo que sin duda es el hallazgo del siglo en esos materiales: špapel y tela!... pero qué papel y qué tela. Cuidadosamente dobladas, fueron guardadas en una caja de piedra, con otros objetos, también de excepción, y después cubiertos por ese conglomerado de gran dureza que elaboraban los aztecas, comparable al concreto actual, lo que permitió que estos productos tan frágiles, se conservaran en perfecto estado durante 500 años.
Es impresionante ver a sus amorosas custodias: Lourdes Gallardo y Virginia Pimentel, con guantes quirúrgicos, en su pequeño laboratorio con clima y humedad especiales, ir abriendo cajas y extendiendo tesoros: papel amate exquisitamente trabajado, formando pliegues, canutillos, moños, y trenzados. Está decorado con pintura negra y en sitios estratégicos, sutiles gotas de chapopote. Todo esto, cuidadosamente ensamblado, constituía los adornos que decoraban a los dioses. Muchas esculturas y códices nos los muestran, pero antes teníamos que imaginarlos, ahora los admiramos en vivo y nos maravillan, pues su belleza rebasa la fantasía más fértil. También impresiona un pequeño biombo de papel lindamente pintado.
Los textiles no se quedan atrás; una auténtica sorpresa fue descubrir que nuestros antepasados mexicas ya conocían la técnica del rapacejo, o sea el urdimbre y los flecos que adornan los rebozos, que se creía se habían copiado de los mantones que vinieron en la Nao de China. Esto se puede apreciar en un šchaleco!, hermosamente pintado con círculos y rayas entrecruzadas en bellísimo diseño y rematado con flecos; una pieza sobresaliente. También destaca un lienzo de algodón con franjas verdes y flecos bicolores, que aún conserva finos hilos de ixtle, que sostenían plumas rojas.
Otras piezas notables son los tlaloques, pequeñas figuras de resina de copal, con expresivos rostros, pintados de colores, vestidas y adornadas con papel hermosamente trabajado. Increíblemente, aún despiden un delicioso aroma. Ofrenda dedicada a Tláloc, no podía faltar su característica olla, que conserva hojas de huizache petrificadas en la base y una calabaza convertida en recipiente, con su tapita perfectamente tallada. Estos son los objetos relevantes, pero hay mucho más y como ya se agotó el espacio, vámonos a comer.
ƑLes apetece un tierno lechoncito, preparado en un gran horno de leña igualito a los de Castilla? Desde luego, acompañado de un vino tinto español y de postre unas inmensas fresas rellenas de pastel castellano y recubiertas de chocolate solidificado, una auténtica sabrosura, creación de Iñiqui; el sitio: el Centro Castellano, en Uruguay 16; justo al lado hay un estacionamiento. Si la bolsa está magra, a la vuelta, en la cantina el Mesón Castellano, en Bolívar 55, puede tomar la copa y comer con la botana de la casa, que no está nada mal.