SABADO 5 DE AGOSTO DE 2000

 

Ť Ilán Semo Ť

Del centro a la izquierda: la zona incierta

UNA LECTURA CORRECTA DE la situación por la que atraviesa la izquierda partidaria en México después de las elecciones del 2 de julio, debería situarse acaso no tanto en el decurso de las propias elecciones, sino en el de una historia que se remonta al año de 1989, y que contiene las claves suficientes para descifrar el desencanto (y el desencuentro) de una fuerza que comenzó cifrando el centro de la transición y acabó estacionada en sus márgenes más inciertos.

Secuestrar la discusión sobre esta historia en el momento técnico de las elecciones, tal y como sucede en las filas del PRD desde hace un mes, o en la falta o carencia radical de appeal de sus candidatos, o en el menor atisbo de un cuadro mínimamente se-ductor, incluso para un electorado comprometido ideológicamente, significa evadir la reflexión sobre el saldo decisivo para la izquierda del 2 de julio. Es decir, más que una derrota electoral, pan de cada día en un régimen demo-crático, un (nuevo) desplome moral y, en cierta medida, de orden histórico.

No es que las técnicas electorales no constituyan uno de los centros de la actividad política en el reordenamiento del consenso que se inició desde el año de 1999. Por el contrario, en una época en la que el spot ha sustituido al discurso, el gag humorístico al gran relato, el sex appeal al carisma, el conecte a la militancia, el análisis de la encuesta al análisis de la "conciencia de clase", y en la que los jóvenes, esa nueva turba electoral, decidieron cambiar, en una paráfrasis de Borges, el dilema del martirio por las ventajas de la urbanidad, la fabricación de la seducción electoral ha cobrado una relevancia crucial en los "medios" que definen a los "fines" de la política. Pero la absoluta lejanía (ignorancia y desprecio) que mostró la izquierda frente a este nuevo y desolador mar de espectáculos políticos, habla de una historia dominada por la rigidez, el culto al líder, la obsesión ideológica y la pontificación del pasado, que acabaron encapsulándola o marginándola de un proceso de modernización política, que sucedió precisamente en los intersticios de las certidumbres probadas que habían hecho de la política mexicana un dato augurable.

Esta historia se inicia en un silencio, o mejor dicho, en un acto de mutismo o de mudez. La debacle del socialismo real, en 1989, trajo consigo un proceso de radical desarme cultural, teórico y conceptual de la izquierda, que acabó aportando los principales contingentes que conformaron el PRD. Lejos de evadir los sepulcros de la amnesia, comenzar una mínima elaboración histórica y optar por los senderos de la crítica a la modernidad para descifrar los paradigmas que la habían marginado, abrazó inopinadamente el proceso de restauración ideológica de lo que, incluso en el seno del propio priísmo, ya pertenecía al mundo del anacronismo: un falible rencuentro con la combinación del nacionalismo y la tradición de la Revolución Mexicana. Sus dos vértices visibles fueron en esencia una vuelta actualizada hacia el pasado: el (neo) cardenismo y el (neo) zapatismo. Dos (sin duda) poderosos movimientos sociales, que tuvieron en común un carácter estrictamente defensivo, puramente resistente.

Lejos de insertarse, como la vertiente crítica, social y humana, en el proceso de remodernización del capitalismo y sus nuevas formas de legitimidad cultu-ral, los dos principales frentes de la izquierda optaron por doblegarse frente a las fuerzas "naturales" de una tradición, no del pasado, sino del atraso.

La crisis de la izquierda que se des-pliega a partir del 2 de julio no es resultado de una simple derrota electoral, sino de un cambio de órdenes en la estafeta de quién es el portador de ese relato que se llama modernidad: por lo pronto, la derecha parece haber ganado una enorme batalla en este frente, que es, ni más menos, el terreno político cultural en el que se habrá de decidir la nueva hegemonía en la sociedad mexicana. En otras palabras: la izquierda despertó el 3 de julio como otra portadora de un emblema que la colocaba más del lado del rezago y el atraso que de una fuerza capaz de reunir a la tradición radical con la crítica a las reformas cruciales por las que pasó la sociedad mexicana en los 90.

Se trata de la victoria de una batalla y no de la guerra, por supuesto. El bloque de derecha que llegó el 2 de julio al poder no cuenta en su bagaje con las fuerzas ni la cultura política de la otra mitad de la naranja actual de la mo-dernidad: la equidad en todos los sentidos de la palabra. Es una derecha amurallada, que construye islas recónditas, que se separa de la fábrica social en aras de convertir a la política en un acto estrictamente administrativo, y que no cuenta con ningún tipo de esfera popular, como sí lo tiene la derecha europea o la norteamericana.

Sin embargo, la marcha de las necesidades que le imponen el ordenamiento de un nuevo orden político cultural habrá de obligarla a plantearse el problema de su naturaleza social. Una reflexión sobre qué significa hoy la izquierda debería, al menos, pasar por un deslinde (renovado) con su propia historia mínima.

Y una comprensión mínima de las nuevas formas de legitimidad que capitalizó el PAN desde hace más de una década.