JUEVES 3 DE AGOSTO DE 2000
Ť Olga Harmony Ť
No te preocupes, ojos azules
En un texto muy interesante Sergio Zurita contrapone a dos famosos cantantes ''pop" estadunidenses en un juego con el tiempo, sosteniendo un diálogo imposible. Frank Sinatra regresa de su muerte en el futuro, por un mandato de Dios (al que le gusta su interpretación de Chicago) para que le sean perdonadas sus muchas culpas si logra impedir el suicidio de Kurt Cobain, el solista del grupo de rock Nirvana. Por fortuna, el autor no entra en mayores complejidades filosóficas acerca de la temporalidad, ya que su propósito, hasta donde lo entiendo, es presentar dos modos de encarar la vida, el amor y la fama a través de estos personajes que tienen muchas más semejanzas de las que se podría pensar en principio, tales como su crecimiento en un hogar sórdido y pobre -mucho más en el caso del joven roquero- y el sufrimiento que una esposa abusiva les ha creado. Ambos se reconocen, también, en la portada de un disco del Nirvana en que un niño flota en el azul, que no es otro que el color de los ojos de Sinatra.
Sin desear caer en grandilocuencias, se podría identificar en esta obra a Sinatra como el impulso vital de Eros y a Cobain como la personalidad autodestructiva cercana a Tanatos. En lo personal me es más reconocible Frank Sinatra, que impuso la moda de los desmayos y las histerias de las adolescentes estadunidenses de mi generación, que desde entonces lo conoció como ''La voz". Sabemos todos de sus desvergonzadas ligas con la mafia de los casinos de Las Vegas, su liderazgo del grupo de actores que tuvo también influencias políticas, sus amoríos. Pero también, y además de su modo de cantar, su buen desempeño actoral en alguna película y sus ojos azules, Sinatra gozaba del don de la simpatía que lo convirtió en un personaje, no exento de cinismo, muy parecido al que interpretaba en el cine.
Kurt Cobain, con su temprana muerte, se convirtió en leyenda. Los que saben me dicen que ha quedado la duda de si el escopetazo que puso fin a su vida a los 27 años fue un suicidio o si su esposa, que quedó como una viuda rica y lanzada a la fama como actriz, lo asesinó. Para Zurita, se trata prácticamente de un suicidio inducido. El trágico y hastiado joven, adicto a las drogas, no puede vivir sin la mujer amada, pero no desea vivir con ella. En cambio, Sinatra que todavía sufre por la Gardner, se sobrepone a todo por ese impulso vital que finalmente, fue gran parte de su encanto: la apetencia de todo, aun en un ser tan colmado de dones, contrasta con la autoconmiseración de Kurt. La solución que el dramaturgo da al diálogo entre el viejo pecador y el joven desolado, aparte de que la muerte del roquero en su casa de Seattle es conocida por todos, tiene que ver con su juego del tiempo y no desmerece de su inteligente propuesta.
Con apenas una pequeña marcación en diseño escenográfico de Oscar Almeida -una estructura de hierro y tres muebles- de lo que es la casa de Kurt Cobain, se resuelve el espacio muy bien utilizado por Sergio Zurita que también dirige su texto. Juan Carlos Colombo interpreta a Frank Sinatra con discretos y reconocibles gestos del actor y cantante, sin pretender una caracterización groseramente imitativa, lo que se agradece. Roberto Soto encarna al desesperado Kurt y logra contrastar, aun en los momentos en que sonríe a los recuerdos, a su dolido personaje con la elegancia un poco cínica, un poco paternal, con que Colombo proyecta al suyo.
La apropiación de personajes que pertenecen al imaginario colectivo para plantear a través de ellos formulaciones de vida, no es nueva en la dramaturgia, tampoco en la nuestra, pero quizá sean los ídolos populares -a los que la voracidad de los diferentes medios, a veces incluso de la página roja, describe en sus intimidades para consumo del público- los que más se presten para ello, porque son más ampliamente conocidos. Zurita toma a dos de generaciones y estilos artísticos diferentes, para ilustrar con toda eficacia dos formas de encarar los hechos, en una discusión sin resultados y sin moraleja, en la que prevalece con todo, y según imagino, la apetencia vital, así sea la de alguien tan trapacero como lo fue Frank Sinatra.