JUEVES 3 DE AGOSTO DE 2000

 

Ť Soledad Loaeza Ť

El ataque de los exes

LA VICTORIA DE Acción Nacional tiene en ascuas a la comunidad académica. Muchos de sus miembros más distinguidos decidieron votar por Fox, y así nos lo hicieron saber, con el falaz argumento del voto útil. Es sorprendente que hayan creído necesario hacer pública su decisión, después de todo el voto es secreto. Dirán que buscaban iluminar a otros el sendero que impuso la historia.

Sin embargo, es probable que se hayan sentido obligados a justificar su voto con razones morales, no fuéramos a pensar que había razones de afinidad ideológica o de estilo. No deja de ser extraordinario que hayan emitido votos firmados; finalmente cada quien vota como puede y como quiere.

Sin embargo, conociendo a mi gremio, me imagino que los votos públicos eran una manera de curarse en salud de posibles consecuencias de la victoria de Fox, sobre todo para la academia. El presidente electo no ha manifestado particular aprecio por la universidad pública, y tampoco parece estar interesado en la investigación en México.

Entre sus más cercanos colaboradores se cuentan con los dedos los egresados de la UNAM; ni qué decir del Instituto Politécnico Nacional, mientras que el Tecnológico de Monterrey, la Iberoamericana y la Universidad Panamericana miran con satisfacción cómo sus hijos se instalan en el poder, con el apoyo de muchos académicos de la universidad pública cuya causa no encontrará abogado en el nuevo gobierno. Al contrario.

Ahora muchos colegas se miran circunspectos porque no saben qué va a pasar con la educación superior y la investigación en las instituciones públicas, que son las que en México verdaderamente producen conocimiento. El desinterés o la indiferencia del nuevo gobierno se medirá en el presupuesto.

Sin embargo, los ganadores del 2 de julio no son el único frente que tienen que atender estas instituciones. También tienen que defenderse de un enemigo que hoy se acerca con cierto sigilo, pero que conforme avancemos hacia el 1Ŷ de diciembre acelerará el paso: los perdedores del 2 de julio.

Muchos funcionarios y políticos de mucha y poca monta que ven en la academia su única salvación, a la que pretenderán ingresar con un currículum que nada tiene que ver con libros, horas de clase, exámenes corregidos, entrevistas con estudiantes, bibliotecas, fichas bibliográficas, tediosas reuniones de evaluación, calendarios apretados, bajos salarios y otras miserias. Estos exes creen que para ser académico lo único que se necesita es saber leer y escribir, y hasta eso medianamente, y se olvidan que el investigador académico no es un improvisado; tampoco basta un título universitario y ni siquiera un diplomado, sino que es un profesional que se forma durante, en promedio, algo así como siete años.

Lo peor de todo es que los exes además reclamarán en la academia posiciones correspondientes a las que ocupaban en el sector público, a las que los académicos de carrera accedimos después de años de talacha. Los exes ni siquiera se dan cuenta de lo ofensiva que es y ha sido siempre su actitud de que si no encuentran trabajo en el gobierno, pues ni modo, se irán a la academia, como si se tratara de un cantina adonde pueden ir a olvidar las penas de la derrota.

Uno de los temas de discusión recurrente es la relación entre el poder y el saber, y las posiciones se dividen entre quienes piensan que el saber sirve para criticar al poder, y quienes sostienen que debe servir al poder, alimentarlo, orientarlo. Normalmente, el asunto que levanta más polémica es la participación de los académicos en funciones públicas, pero se discute poco la inversa: la participación de los políticos en las funciones académicas. Este intercambio puede ser terriblemente destructivo de las instituciones que ingenuamente han acogido a derrotados con experiencia "en la realidad"; porque saben muy bien cómo se toman las decisiones en la oficina del presidente o del secretario, pero se pierden en las bibliotecas, se aburren en el cubículo, se deprimen porque no tienen secretaria para ellos solos y no saben contestar el teléfono ni llenar los formularios del Conacyt.

El peligro mayor es que el arribo de los exes eche abajo los esfuerzos de los últimos veinte años por profesionalizar la carrera universitaria.

El área de ciencias sociales es la que está más amenazada, porque ahí no siempre se requieren las técnicas de la aritmética que normalmente ahuyentan al negociador político más plantado. Si echamos cuentas de lo que los exes aportan a las instituciones que los acogen, es mucho menos de lo que exigen: el reconocimiento a sus sacrificios por las patria, los recursos para la reconstrucción de sus carreras, la publicación de sus "memorias", de sus "reflexiones", contactos con el extranjero y el prestigio que en un país como México, todavía beneficia al académico.

Entonces se produce una situación de perfecta asimetría, en la que unos construyen y sostienen la marquesina, para que lleguen los exes a colocar alegre y displicentemente sus nombres con foquitos de colores.

Las derrotas del Revolucionario Institucional y del Partido de la Revolución Democrática van a producir una avalancha de solicitudes de trabajo en la academia, y los costos de atenderlas pueden ser elevadísimos. Ocuparán plazas que debían estar destinadas a investigadores jóvenes; traerán con ellos sus lecturas de cuando eran estudiantes y querrán volver a discutir temas de los que nadie se ocupa.

Además, estas instituciones de por sí pobres van a subsidiar a los partidos.

No hay ninguna garantía de que los exes en la academia dejen de hacer política, más bien lo que ocurrirá es que tendrán oficina, teléfono, papel, computadora, tiempo de Internet que utilizarán para mantener tan viva como puedan su carrera política, mientras cobran gozosamente en el Sistema Nacional de Investigadores.