LUNES 31 DE JULIO DE 2000

 


* Hermann Bellinghausen *

Adrede

Espere. ƑPodríamos ir por entre las torres? Sería preferible que le apagara al motor. ƑLe parece si remamos, para distinguir despacio?

El hombre, sin un gesto que indicara que me escuchaba, corrió el switch, y contra su mecánica tendencia al desenfreno y la humareda, el rugido de combustión interna agonizó, no con una explosión sino con un quejido. La lancha rápido perdió impulso, levantó un poco la proa como alcanzada por el agua, osciló desordenadamente y se aquietó. Después del motor, silencio. Es decir, un siseo del agua, una grulla o su graznido, el viento.

Las torres sobresalían de la superficie, puntiagudas, blancas de guano, más góticas que de nuevas en el tiempo aquel, olvidado por la gente, incontables años atrás. No sería la catedral de Debussy pero igual, sobrecogedora y sugerente.

La transparencia del agua, increíble, azul, era bastante honda. Asomé a la borda. Una carpa espiraleaba, grande, sola, hacia arriba, en una aureola de burbujas brillantes, la boca abierta.

Adrede, dijo el hombre. Y recalcó: lo hicieron adrede.

Cómo hay personas que uno no sabe si están molestas, o tristes, o nada, inexpresivamente serias, en afán de esfinges sin emoción. Así él. Su casa era una de las pocas en la orilla boscosa, y su tarea, atravesar pasaje y carga de una ribera a la otra de la inmensa presa. Hacia el sur, de allí no alcanzábamos a distinguir, operaba la hidroeléctrica. Ridículo, nadie vivía más cerca de la planta que él, y a su cabaña no llegaba la corriente.

Enarboló uno de los remos tirados en cubierta. Lo sostuvo un rato a manera de estandarte, de mástil, Ƒde hacha?, y lo dejó caer al agua con la ira que su rostro no expresaba. El latigazo resonó, seco. Tomé el otro y nos pusimos a remar entre las torres. Una se alzaba cinco metros arriba de la línea de flotación; quedaba el nicho de la campana, vacío. Las demás, de un metro o menos, parecían espadas encalladas, de lejos. De cerca eran visibles las gárgolas enlamadas, chatas, verdosas, sumergidas.

Mediodía luminoso. Se distinguía la techumbre de la nave mayor. Un poblado entero, sus granjas y las tumbas del cementerio, yacían abajo, alrededor del templo y en nombre del progreso.

Extraño paisaje, distinto del de estar a mitad de un lago. Las riberas lejanas eran laderas de abetos abruptamente interrumpidas, sin playas ni planos anegables. Todavía asomaban los troncos inferiores, sacrificados por la inundación contra natura.

Pero cuando el dique se rompa, dijo el hombre, van a ver. No se dirigía a mí sino a sí mismo. En su ausencia de gesto, el rostro mostraba una emoción tremenda, más que vengativa, liberadora. Vamos a sacar nuestros muertos del lodo, van a ver esos desgraciados, agregó para concluir su advertencia dirigida a la nada, al silencio del viento.

Jaló la manija del motor, que encendió a la primera, metió el remo y lo dejó caer sobre cubierta. Apenas dio tiempo de imitarlo y ya la lancha iba rauda, alzando estelas que se estrellaban contra el campanario y las agujas de la iglesia sumergida.

Sentí que volábamos, sobre fantasmas, en avión.