LUNES 31 DE JULIO DE 2000

 


* León Bendesky *

Impuestos

Es inevitable abrir la discusión sobre los impuestos. La insuficiencia de los ingresos del gobierno, especialmente los tributarios, es la verdadera fragilidad de las finanzas públicas. Durante varios años, la actual administración ha escondido esta situación en el reducido déficit fiscal con el que opera, siendo ésta una forma de mantener la estabilidad macroeconómica. No obstante, esta muy pregonada salud fiscal constituye una falacia contable que no resuelve la necesidad de acrecentar los recursos para ejercer un mayor gasto, pero sobre todo uno mejor compuesto y dirigido y con el que se pueda cumplir las metas de la atención al bienestar social y la promoción de la infraestructura de la economía. Estas son dos condiciones necesarias para mantener el crecimiento del producto. Por eso la actual situación de equilibrio fiscal es precaria y vulnerable.

Esto lo saben bien los miembros del equipo de transición económica de Fox y es bueno que esta cuestión se plantee abiertamente, aunque no de modo precipitado como ha ocurrido, sino mediante una propuesta más completa que pueda ser debatida en el Congreso y por la misma sociedad. En todo caso, el hecho que a partir de diciembre el PRI no siga ejerciendo la administración pública federal hace que el reconocimiento de la fragilidad fiscal deba ser explícito y abre un espacio para empezar a aplicar la necesaria reforma fiscal. La oportunidad existe y hay que ver cuál es la capacidad real de acción que tiene y que está dispuesta a ejercer el próximo gobierno.

Esta cuestión de las medidas económicas tiene otra vertiente que debe ser reconocida, y es que ahora puede dejar de polarizarse el debate sobre la política económica entre los dos extremos de la apología y la descalificación en los que la había encerrado el modo de aplicarla por parte del gobierno. No olvidemos cuántas veces y en qué tantos ámbitos se planteó en los años recientes, por parte del presidente Zedillo y de sus secretarios que sus propuestas eran las únicas posibles. Será muy positivo, sin duda, dejar el mundo de las soluciones únicas y plantearnos opciones diversas sobre las cuales llegar a acuerdos políticos sostenibles. Esta nueva práctica tendrá que ser adoptada por el presidente electo, por los nuevos funcionarios que formen su equipo de gobierno, por los distintos grupos sociales y, también, por los medios de comunicación y quienes exponemos en ellos nuestras posiciones.

Los impuestos son, precisamente, costos monetarios que se imponen sobre los individuos, las familias y las empresas para recaudar recursos que deben utilizarse para el bien común. En la medida en que esos recursos se usan de modo ineficaz o para otros fines, como los asociados con el dispendio y la corrupción, los impuestos pierden su único medio de sostén que es la legitimidad. Sólo si se aprecia que la reducción de los ingresos o de las utilidades que representa el pago de los impuestos es compensada por otro tipo de retribución, como es la amplia gama de los servicios que se pueden recibir, se reducirá el malestar que produce pagarlos.

Es claro que la práctica de pagar impuestos no está integrada en nuestras costumbres sociales y, por ello, cualquier reforma fiscal debe estar firmemente sustentada en la legitimidad de la acción política que representa. El principal problema de la estructura de los impuestos no es de tipo técnico, sino del acuerdo político que está detrás de ella. El acuerdo que hoy está vigente y las prerrogativas que favorecen a ciertos grupos, y que han surgido del modo en que se establecieron durante muchas décadas las relaciones de poder en el país es ya inoperante. Con ellas se crearon una serie de hondas distorsiones que hoy limitan la capacidad de recaudación y provocan fuertes conflictos cuando se propone modificarlas.

Existe, además, la condición definitoria de esta sociedad que es la desigualdad y que delimita cualquier redefinición de la estructura fiscal, especialmente en cuanto hace a los impuestos. Por ello, cuando se plantea un aumento del IVA, por ejemplo, surge de inmediato el asunto de la forma en que se puede devolver a los grupos de menores ingresos su escasa capacidad de consumo derivada de los muy bajos ingresos de los que disponen. El nuevo acuerdo fiscal en el país no se puede concentrar como hicieron los dos últimos gobiernos priístas en la contención del gasto, sino en la ecuación completa que depende esencialmente del lado de los ingresos. El costo del gran desequilibrio generado en las cuentas públicas tiene que ser ahora pagado y ello entraña un conflicto social que requiere de un acuerdo político que sólo puede sustentarse en la legitimidad. Encontrar esa recomposición del contrato social que representa la fiscalidad es la tarea pendiente que puede empezar a cumplir el nuevo gobierno con la legitimidad política que ganó en las elecciones.