* Pedro Miguel *
Reflexiones de un inmigrado
Ayer, en una ceremonia en el Auditorio Revolución, a espaldas del Palacio Covián, el secretario de Gobernación entregó poco más de dos centenares de constancias de inmigrados a otros tantos extranjeros, entre ellos, el que escribe. Fue una bienvenida tardía, pero reconfortante, a este país que es el mío desde hace muchos años. Mi sobrina, Alejandra Barajas Echevarría, tenía sólo unas horas de haber llegado a este mundo. Es, al igual que Clara, mexicana por nacimiento, y un día ambas ųojalá que juntas-- cobrarán conciencia de lo que significa esa pertenencia a este México ríspido, entrañable, y ahora, para bien y para mal, incierto.
La documentación oficial que certifica la condición de inmigrado es reconfortante, pero aquellos dos centenares de extranjeros reunidos en el Salón Revolución de la Secretaría de Gobernación, contentos y agasajados por las autoridades, éramos un pequeño islote en el mar de corrientes migratorias en que se ha convertido el planeta. Todos los que dejamos atrás el país de origen tenemos el denominador común de la insatisfacción y la necesidad. Compartimos un estrechamiento de nuestro entorno que impulsa a buscar la realización personal, la sobrevivencia o la subsistencia, en otra parte. Somos refugiados: políticos, económicos, laborales, culturales, o, simplemente, afectivos. Hemos pasado, todos, por la pérdida del país originario. No en todos los casos resulta fácil ųen mi caso, síų el proceso de adaptación y aclimatación en los nuevos ámbitos de vida.
No conozco las historias personales, pero asumo que todos los que fuimos citados ayer en el auditorio de la calle de Abraham González hubimos de pasar por esas experiencias. Pero la enorme mayoría de los migrantes (nosotros éramos sólo una pequeña parte en el mar de movimientos humanos) debe enfrentarse, además, a cosas mucho peores.
La globalización es, entre muchas otras cosas, un acicate formidable a las migraciones y, al mismo tiempo, una gigantesca prohibición de cambiar de país. En el mundo contemporáneo, las asimetrías económicas, las crisis cíclicas, los regímenes autoritarios, el bombardeo propagandístico y hasta los desastres naturales, empujan a millones de personas a dejar sus lugares de origen. Pero, al mismo tiempo, migrar se ha vuelto una actividad tantálica y extremadamente peligrosa. No pasa semana sin que nos enteremos del hallazgo de personas ahogadas en el océano y en los ríos, asfixiadas en camiones de carga herméticamente sellados, calcinadas en los desiertos. De una manera mucho más sistemática y menos publicitada, la migración coloca a sus protagonistas en el riesgo de ser cazados como si fueran animales, esclavizados, sometidos a la explotación laboral y sexual, discriminados, humillados y maltratados. Son cosas que ocurren en todos los continentes. Son historias de todos los días que tienen lugar, también, en naciones occidentales que reclaman el liderazgo moral de la civilización. Son, sin embargo, prácticas que reflejan una persistente barbarie.
Ayer, mientras recibíamos nuestras constancias de inmigrado, pensé en los millones de mexicanos, chinos, centro y sudamericanos, europeos orientales, y otros, que mueren o que son perseguidos y acosados por haber cometido el delito inverosímil de pretender cambiar de país. Nosotros, en cambio, estábamos vivos, felices y respetados. La diferencia entre nosotros y el resto estriba en una mezcla de buena suerte, la generosidad proverbial de México, el tesón de cada uno y, también, nuestra condición de mano de obra calificada para arriba. Si hubiésemos sido jornaleros agrícolas ųde cualquier nacionalidad, rumbo a cualquier paísų tal vez habríamos estirado la pata en un desierto calcinante, en un vagón herméticamente sellado o en medio de un río fronterizo. Esas cosas pasan en toda América Latina, en Estados Unidos y en la Europa Comunitaria. No habría que olvidarse de ellas en ninguna circunstancia, y menos cuando los procesos de inmigración de dos centenares de extranjeros llegaban a su final feliz.