LUNES 24 DE JULIO DE 2000

 


* Cuauhtémoc Medina *

El derecho a la contemporaneidad

Jornadas atrás, Teresa del Conde pasó a cuchillo mis opiniones sobre el desdibujamiento de las disciplinas artísticas. Acepto gustoso la polémica, no para dirimir las inclinaciones incompatibles de dos críticos de arte, sino para ventilar una problemática que divide a prácticantes, cuestiona el tipo de institución artística que habitamos y permea la batalla de la periferia "tercermundista" por el derecho a la contemporaneidad. Bastará con analizar dos malentendidos que son proyecciones de Del Conde, es decir, indicios de cómo quisiera que fuera su adversario.

Nunca dije que el sector regresivo del arte mexicano fuera el único que se desgañita por presupuestos o becas, sino que los concursos, los salones, las becas, la educación artística y buena parte de las exposiciones están anacrónicamente clasificados por disciplinas específicas y que la continuidad local de la rutina de los géneros "tradicionales" se debe en gran parte a la vida artificial que les brinda el sistema de promoción y educación. Tenemos exposiciones de "ceramistas" curadas sobre la base indolente de agrupar a los artistas que trabajan con barro o premios que incitan a los estudiantes a especializarse como escultores en metal. Yo iría más lejos: la institución concibe la clasificación disciplinaria como un modo de neutralizar a la cultura contemporánea.

A últimas fechas, la mayoría de los artistas de punta definen su obra en torno a un concepto móvil, nomádico, problemático de "arte contemporáneo" en general. Pero si la obra de Francis Alÿs --por ejemplo-- pone en conflicto la existencia de la noción de "pintura", "caminata", "escultura" y "mito urbano", la escena anacrónica se esfuerza por encerrarla en un cajón de sastre llamado "medios alternativos" o "medios conceptuales" a fin de circunscribir y anular su capacidad de perturbación y seducción. Ya Bataille lo advertía en 1929: la razón clasifica lo inclasificable bajo el concepto de "lo informe", con el fin de aplastarlo como a una araña.

Tampoco es cierto que se plantee una batalla entre los últimos defensores de la civilización estética y las huestes de vándalos/críticos new wave que se han confabulado para asesinar la pintura. Para los artistas contemporáneos matar a la pintura es tan poco excitante como planear el "magnicidio" de los muy austriacos herederos de Moctezuma o cualquier otra dinastía interrumpida.

Curiosamente, la razón es que somos los públicos y practicantes del arte contemporáneo no-específico quienes tenemos una noción clara de la relevancia cultural/política/civilizatoria/epistemológica que tuvo la pintura en los siglos XIX y XX. Hace algunos decenios era posible proponerse en pintura (o mediante la defensa de los medios artísticos específicos) tareas tales como la sustitución del icono religioso por el cuadrado blanco (Malevich), la excitación a la acción revolucionaria (muralistas mexicanos), la pervivencia de la invención cultural bajo el capitalismo (Clement Greenberg en 1939), el desafío al escepticismo (Michael Fried o Stanley Cavell), o contener el avance cultural del anti-humanismo industrial estadunidense (Marta Traba). Lo que se discute hoy exclusivamente por medio de pinceles y cuadros (salvo en casos "testamentarios", como Gerhard Richter) configura un género residual, si no es que abiertamente conservador.

La prueba misma la proporciona Teresa del Conde con su defensa de la cultura "de calidad". Del Conde afirma dogmáticamente que "hay jerarquías en las artes y las seguirá habiendo." Hace algunos años fue todavía más explícita: nos advertía que la sola introducción del concepto de "democracia" en nuestro debate sobre arte equivalía al "triunfo de la vulgaridad." Concluyamos: Ƒqué nos propone Teresa del Conde? La persistencia del privilegio de la alta cultura y la superioridad de sus practicantes. En cambio, quienes práctican una (re)invención constante del concepto de arte al menos afrontan la desesperación de una estética de la crisis. Y en los casos más precisos, intentan desafiar, aunque sea simbólicamente, el funcionamiento de la cotidianidad sobre-estetizada de esta fase de modernización capitalista que, por la vía del diseño y la publicidad, vuelve banal y meramente retórico todo lo que fue "grandioso" del arte tradicional.