DOMINGO 23 DE JULIO DE 2000
* Javier Wimer *
Basura electoral
La pasada contienda electoral dejó mucha basura. La propiamente dicha, que cubrió de pintura, papel y plástico insolente todos los espacios posibles, y la otra, la verbal, que configuró una guerra mediática de naderías. De la primera quedan vestigios, de la segunda una sensación de vacío, de cruda, de días sin huella. De ambas, experiencias que no deben repetirse.
El proceso político tuvo éxito ya que cumplió con el objetivo central de lograr una elección de convincente pulcritud. Cientos de observadores extranjeros llegaron con el señuelo y la esperanza secreta de asistir a un fraude generalizado. Salieron con un expediente en blanco cuyas impurezas, cuyas pequeñas manchas, fueron lavadas por la derrota del partido oficial. Podemos celebrar con ellos esta especie de apoteosis democrática y condenar, a un tiempo, los errores cometidos en el camino.
Desde el punto de vista doctrinario y programático la campaña fue un fracaso, un desastre. Durante medio año los mexicanos estuvimos sometidos a un implacable baño de anodina publicidad, obligados a deambular por una exuberante feria de ofertas y de injurias, atrapados en la encrucijada de propagandas tradicionales y electrónicas con aroma de pleito pueblerino.
Se gestaron miles de millones en llenar las ciudades de inútiles carteles, en saturar el aire de imágenes y palabras repartidas, en contribuir por la vía del exceso a a la confusión. Pocos nombres y menos ideas sobrevivieron a esta orgía del despilfarro tercermundista.
A estas alturas resulta obvio que debe reducirse el tiempo de las campañas electorales y el tiempo que media entre la elección presidencial y la trasmisión del mando. En el primer caso se trata de evitar el derroche de los recursos oficiales y la dispersión de la curiosidad pública. En el segundo, de salir a la brevedad posible del umbral en que se superponen dos ejercicios de gobierno.
También debe limitarse o suprimirse la anacrónica costumbre de empapelar ciudades, pueblos y caminos con los rostros, frecuentemente anónimos y poco agraciados, de los aspirantes a una representación popular. Es posible que algunos ciudadanos hayan votado por la cara y el gesto de Fox o de López Obrador pero conozco a pocos que puedan identificar las caras de sus senadores, diputados o jefes delegacionales. No es un caso de intrínseca jerarquía política sino de simple selectividad de la memoria.
No creo que esta desaforada tradición iconográfica sirva para nada. En los pueblos chicos porque todos se conocen y en las ciudades grandes porque nadie se conoce. Y en buena lógica porque las boletas electorales no llevan los retratos de los aspirantes a próceres y nadie, en consecuencia, puede votar por cuenta de su memoria visual, por aquel varón de atildado bigote o por aquella dama de sonrisa seductora.
Decir que la tradición no sirve para nada es, sin embargo, una exageración, una licencia del lenguaje. La costumbre de exhibir el retrato de los candidatos a puestos de elección popular fortalece su narcisismo y es motivo de orgullo para sus familiares y amigos. Estimula, además, sanas corrientes económicas entre jefes de comunicación social, publicistas e impresores. Pero, sobre todo, es una arraigada costumbre y, como lo indica al adjetivo, de difícil desarraigo.
La novedad en materia de basura consiste en el uso de los llamados anuncios espectaculares con fines políticos. Los rostros de los candidatos a la Presidencia de la República y al Gobierno del Distrito Federal crecieron entre los anuncios de telenovelas y desodorantes que erizan el Periférico y que ya han llegado hasta la avenida Insurgentes y hasta las carreteras. Esta basura reciente se esconde entre la basura tradicional que tiene años de magnificar la miseria y la fealdad crecientes de nuestra ciudad.
Es tiempo de exigir el retiro de todos los anuncios ligados a las pasadas elecciones, no sólo de los perdedores sino también de los triunfadores. Es tiempo de impedir la proliferación de cualquier tipo de anuncios que contribuyan a la degradación ambiental y que son símbolos de la incultura, negligencia o corrupción de los funcionarios de gobierno. Es tiempo, en fin, de que se aplique manu militari la legislación existente y que se perfeccione para definir, con sencillez y claridad, cuáles son las fronteras entre el derecho de los comerciantes y el bien público.
De todas formas, la estela de basura física que dejaron las elecciones casi ha desaparecido. En cambio, la basura verbal que cubrió todo nuestro horizonte visible se ha retirado con lentitud pero ha puesto al descubierto un gran espacio llano, como de circo abandonado, donde debió haber ocurrido el debate sobre el proyecto y el destino de la Nación. Este debate, como se sabe, no tuvo lugar en su oportunidad y apenas ahora comienza a producirse.