JUEVES 20 DE JULIO DE 2000
* Jean Meyer *
Rusia en un espejo
En el XXI Festival de Cine de Moscú, el sociólogo Dondurey inauguró una mesa redonda con estas palabras: "Rusia es el país de las palabras y de la nostalgia. Un poderoso pedido social de nostalgia la rige". No sé si la película de Alexei Guerman responde a dicho pedido, pero intenta una fantástica liberación interna del pasado, del trauma del estalinismo. Ya nos había dado el maravilloso Ivan Lapshin y sus amigos; ahora con šJrustaliov, mi coche! nos vuelve a fascinar.
El título es el grito de Lavrenti Beria, poderoso jefe de los servicios de seguridad a la muerte de Stalin, a su chofer. El verdugo quiere irse y con él Guerman busca cómo curar la memoria dolorosa de esa Rusia estaliniana, sanguinaria y magnífica. La película, en blanco y negro, es el colmo de la violencia y de la belleza. En algunos momentos, de manera invencible, obliga al lector de Vargas Llosa (La fiesta del chivo) a encontrar el parecido entre Beria y Trujillo, en lo orgiástico y obsceno.
Como que el poder absoluto es inseparable de cierto frenesí fálico que busca de preferencia a las muchachitas vírgenes. No se puede evocar no sé qué ingrediente cultural para explicar la violencia, la dictadura, la sexualidad criminal. El trópico húmedo, el clima caribe, la nieve rusa, las noches blancas no explican una conducta idéntica; la explica la tiranía.
La nieve llena la película y el crujido de los zapatos en la nieve completa su belleza, en contraste con la fealdad de los amontonamientos humanos en las komunalk (departamentos colectivos), los sótanos, las cavas llenas del vapor invernal. Parece que la película se sitúa al final de la vida del padrecito de los pueblos, cuando el KGB idea el supuesto "complot de las batas blancas" (médicos) para asesinar a Stalin.
El héroe es un general-médico soviético, leal y entusiasta servidor del Estado y del Supremo; en su caótico departamento comunitario, como en el demente hospital siquiátrico que regentea (y que parece salir de la imaginación del Bosco), es tan autoritario como físicamente colosal.
De repente cae de la omnipotencia a la degradación total, con el arranque de la campaña antisemita (los médicos son judíos, como él). Como otro general tiránico y heroico en la película de Mijalkov, Quemados por el sol. Lo entregan a una pandilla de truhanes que lo vejan sexualmente en un camión de carga. Es cuando los agentes de Beria alcanzan a parar el camión porque se necesita al general-médico: el vozhd, el amo Stalin se muere y el único quien lo puede salvar es aquel Glinski. En esa segunda parte el delirio va creciendo al grado de que se vale hablar de noche de Walpurgis, de vudú estaliniano. Ahí el Todo Poderoso babea y pedorrea, ahí Beria viste un mandil de carnicero y trajina. No sé si la historia camina para atrás o para adelante pero el hombre encargado de la calefacción en un multifamiliar, aquel hombre arrestado al principio de la película porque había visto algo que no debió ver, sale libre del campo de concentración. Cuando sube, feliz, al tren, otra pandilla de bandidos lo apalea y lo despoja, en medio de la belleza invencible del paisaje ruso sin límites.
Esa película no tiene nada que ver con la última de Mijalkov, la superproducción estilo Hollywood El barbero de Siberia. No es mala, junta todos los clichés sobre Rusia y los rusos. Según Mijalkov, para no morir Rusia debe recuperar los valores que la engendraron. Cada quien hace su labor de memoria.