MIERCOLES 19 DE JULIO DE 2000
Ť Arnoldo Kraus Ť
ƑTiene remedio la violencia?
No hay discurso político contemporáneo que soslaye el tema de la violencia. Comprar sufragios, atraer votos o coquetear con la sociedad, conlleva hablar de la violencia y sus posibles soluciones. Aunque estas disquisiciones son más propias en los países pobres, en el Primer Mundo sus líderes también se ocupan del tema. En nuestras latitudes, en México, en nuestra ciudad capital, la idea de la vesania está tan adosada a la piel, como muchas cotidianidades "normales".
El crecimiento demográfico, la pobreza en aumento, los niños de la calle, el desempleo, las nuevas y no tan viejas enfermedades --desnutrición, síndrome de inmunodeficiencia adquirida, tuberculosis--, y la injusticia como destino común de las naciones latinoamericanas, son suma suficiente para explicar cualquier forma de brutalidad, sea individual o social. Digámoslo de otra forma: no se podría imaginar otro caldo de cultivo más letal. La violencia es un mal social que refleja, sin paradojas, la ausencia de bienestar social. Es evidente que los discursos de nuestros políticos no han traspasado la frontera del papel. Lo único que ha sucedido con los ingredientes que determinan la violencia es que han aumentado y se han entremezclado con mayor virulencia.
Quienes se dedican a estudiar el fenómeno explican que éste se incrementa cuando es deficiente la autoestima del individuo --problemas de salud, educación, empleo-- o cuando factores externos, englobados bajo el rubro condición socioeconómica, amenazan la supervivencia. Si uno repasa la vida de cualquier joven que no tiene empleo, que con dificultad acabó la secundaria o preparatoria, cuyos logros son enjutos, que proviene de un hogar disfuncional y que carece de recursos sociales y culturales, para entrar y competir en el torrente de la vida, es fácil entender la magnitud de la espiral. Cuando la soga aprieta el cuello, la violencia, en cualquiera de sus formas, es no sólo una respuesta predecible, sino un instrumento de defensa.
El sentido de inferioridad parece ser denominador común en las personas agresivas y que recurren a la fuerza como arma para contrarrestar esa sensación. Muchas veces esa merma en la propia estima es tan opresiva y lacerante que impide el "movimiento inteligente" de la persona, esto es, "saber colocarse en la vida". El círculo es perpetuo, cruel y finito: las pobrezas, en todas sus formas, son sinónimo de inferioridad. Competir sin armas incrementa fracasos, desamparo, rencor y minusvalía. Fermenta la agresividad.
James Gilligan, experto en estos temas, asevera que "en el mundo, el factor que predice con mayor exactitud la tasa de asesinatos, es la brecha que existe entre el ingreso y el bienestar entre ricos y pobres, mientras que, las condiciones que predicen con mayor exactitud la tasa de violencia nacional o colectiva --guerra, insurrección civil y terrorismo-- radican en las diferencias entre los ingresos de los países ricos y pobres". El concepto anterior explica las razones por las cuales la frecuencia de asesinatos en las naciones ricas --salvo Estados Unidos-- es menor que en el Tercer Mundo. Bajo el mismo esquema, cualquier tipo de violencia nacional es menor donde campea la democracia y la calidad de vida es "suficiente" para las mayorías.
Para prevenir la violencia se requiere mejorar las condiciones sociales y económicas del individuo y de la propia comunidad. Ofrecer educación, vivienda y empleo seguro, son elementos que mejoran la autoestima y disminuyen la sensación de humillación e impotencia. La educación, tema recurrente en nuestro país en las discusiones políticas y públicas, es, sin duda, la mejor arma para fortalecer la condición humana. En muchos aspectos es el antídoto más valioso para mermar cualquier forma de agresión. La pregunta obligada es obvia: Ƒpor qué en los países pobres los políticos no se han ocupado por sanar ese hueco?
El intríngulis es harto complicado y quizás sin solución. Mejorar la condición humana implica elevar la calidad de vida de las masas en todos sus aspectos. Eso exige frenar el hurto de los políticos, contrarrestar la impunidad, acotar las diferencias entre ricos y pobres, replantear el término ética, disminuir el crecimiento de la población, ofrecer techo, alimentación y... etcétera. Si se repasa nuestra situación, si se otorga suficiente crédito a la realidad, es muy poco probable que las condiciones anteriores puedan solucionarse. Ni a corto ni a largo plazo. Se habla de olvido y desdén. Se trata de 50 millones de pobres o míseros que requieren solventar incontables vacíos e innumerables desventajas para poder ingresar al mercado de la vida, para reinventar su persona.
La realidad es cruel, dolorosa e inescapable. Me molesta el escepticismo de estas líneas, pero me enferma más desdibujar la realidad. Eliminar la violencia requiere tal cantidad de recursos, que ahora parecen inalcanzables.