MARTES 18 DE JULIO DE 2000
* Pedro Miguel *
Madrid y los etarras
El Estado español no sabe qué hacer frente al virus horrendo y diminuto de la violencia. Las medidas policiacas para acabar con ETA han llegado al límite de sus posibilidades en un marco de formalidad democrática; llevarlas más allá, dar más margen a la Guardia Civil significaría inscribir a España en la lista de países en los que se perpetra violaciones masivas a los derechos humanos. En el otro extremo, hacer concesiones políticas a los terroristas vascos implicaría, desde la lógica del poder, una abdicación inadmisible del Estado de derecho y una certificación de impunidad a los cientos de asesinatos perpetrados por la organización separatista.
La sociedad española tampoco sabe qué hacer ante el problema. Las movilizaciones de protesta contra ETA y la exigencia clamorosa para que deje de matar no encuentran ųni encontraránų receptividad, y mucho menos respuesta, de un grupo de mesías clandestinos que no creen en la política ųentendida como la disputa por el convencimiento y la simpatía de los ciudadanos hacia una causa determinadaų y a quienes los consensos y la popularidad los tiene, en consecuencia, sin cuidado. Parece ser que los etarras y sus simpatizantes buscan lo que el resto de los españoles y vascos desea evitar: el rompimiento brusco de la institucionalidad y, tal vez, una polarización irremediable entre España y País Vasco. De hecho, ya consiguieron que su guerra de bombazos y ejecuciones se traduzca en una crispación sin precedentes entre el gobierno autonómico y las autoridades de Madrid.
Por terrible que suene, la violencia bárbara de ETA cuenta con base social. Esta inferencia parte del hecho de que ningún grupo delictivo, a secas, podría mantenerse ųni mantener su capacidad de acciónų en su desafío al Estado a lo largo de tres décadas, a menos de que exprese una divergencia de fondo entre la economía y la ley (como el tráfico de migrantes y el narcotráfico) o esa manifestación de reivindicaciones compartidas por algún grupo social más extendido que la propia organización criminal.
Paradójicamente, y acaso sin darse cuenta, las instituciones españolas han aceptado la lógica de ETA. En vez de fortalecer las mediaciones políticas, sociales e ideológicas capaces de aislar a los terroristas, los han convertido, a ojos de sus adherentes, en mártires de los excesos policiales y represivos.
Orientada desde un principio hacia el paraíso económico y europeo, la democracia española cometió una omisión histórica fundacional: excluir a los etarras de la transición y escamotearles el reconocimiento que merecían por haber contribuido, así haya sido a bombazos, a la descomposición final del franquismo. Pero el separatismo vasco no tuvo lugar en la democracia y ahora, cinco lustros después, un grupo de asesinos compulsivos se empeña en destruirla. Si el gobierno español sigue, como hasta ahora, brindándoles ayuda, acaso lo consigan.