LUNES 17 DE JULIO DE 2000
* El arca de Juchitán *
* Alberto Blanco *
Los animales enseñaron el camino.
Popol Vuh
Hablar de la obra de Francisco Toledo y hablar de la fauna de su tierra es casi una y la misma cosa. "Toledo escribe a su modo Alicia en el país de los zapotecas ųnos dice Carlos Monsiváisų y en sus relatos que van y vienen por el espejo se alían la procacidad y el pudor, los hobbits y las iguanas, los venados que engañan a las zorras y los cocodrilos que violan a las mulas". Como un inopinado y contemporáneo Noé, Toledo se ha propuesto conservar a multitud de animales en esa arca que conforman sus cuadros, frescos, gouaches, aguafuertes, acuarelas, tapices, collages, vasijas, xilografías, tintas, esculturas, litografías, libros, objetos, fotografías, cartas, ceras y técnicas mixtas que conforman su abundante reserva natural. Esta larga enumeración es significativa. Nos habla de un talento pródigo y prodigioso, multifacético y variado que nos ofrece un eco de la igualmente variada y multifacética fauna que aparece en su trabajo: tortugas, conejos, grillos, sapos, chivos, mantarrayas, vacas, gatos, mosquitos, caballos, langostas, avispas, caimanes, perros, culebras, burros, ratones, alacranes, iguanas, elefantes, cangrejos, camarones, y una enorme variedad de peces y plumíferos de todo tipo. Todo esto sin contar la extravagante fauna fantástica que en su obra deambula con la misma naturalidad que aquella otra sancionada por la zoología.
Porque, después de todo, Ƒpor qué no habría de ver un pintor como Toledo con los mismos buenos ojos al odradek y a la oruga, al simurg y al simio, a la anfisbena y a la anguila, al kraken y al cocodrilo, al mirmecoleón y al camaleón? El arca de Toledo da para albergar a estas criaturas y más.
Y si tomamos en cuenta que un arca antes que ser utilizada como una embarcación ųcomo en el caso del padre Noéų no es más que una caja de madera sin forrar y con una tapa que asegura uno o más candados y cerraduras, se me ha ocurrido proponer tres llaves que tal vez podrían permitirnos penetras en esa caja de sorpresas ųtan gozosas como interminables y aterradorasų que este mago visual ha construido a lo largo de más de cuatro décadas de infatigable labor: el silencio, la red y las metamorfosis, y que he desarrollado en otro ensayo. En estas claves, como sucede con la obra toda de Toledo, la presencia de los animales es constante y abrumadora.
En el arca de Toledo caben incluso todos aquellos eslabones transparentes, nunca vistos, de esa interminable cadena de seres vivos, imaginarios, que pueblan su reino imaginal. Imaginal es, por cierto, un término acuñado por el poeta francés Jean-Clarence Lambert para referirse al reino de la imagen como un cuarto reino de la naturaleza. Así tendríamos, pues, el reino animal, el vegetal, el mineral y el imaginal. Es decir, se trata de un término que da a la imagen carta de naturalización dentro de lo real, a diferencia de lo que los términos "imaginario" o "imaginativo" parecen sugerir.
Y no es por casualidad que en el mundo imaginal de nuestro artista los animales ocupen el lugar de privilegio. El ser humano, en muchos de sus cuadros, no es más que un animal más entre muchos y en no pocas ocasiones ni siquiera el más importante. Para ilustrar este punto remito al lector a dos ejemplos: Animales y Las avispas. Ahora bien, no sucede así en todos los casos, y qué mejor ejemplo que la célebre Mujer acosada por peces, o bien Albina. Sin embargo, es tal vez en esos cuadros donde se observa un balance acabado a la vez que dinámico entre animales y seres humanos, que la metáfora de la red de Indra mejor se cumple en la obra de Toledo. Los ejemplos en esta línea podrían ser muchos. Sugiero observar bajo esta luz la Mujer sobre dos sillas, una imagen bipolar donde el equilibrio es precisamente el tema, y no sólo el equilibrio de la equilibrista en su maniobra circense; y no sólo el equilibrio de las formas, con los dos animales tutelares flanqueando a la mujer en su sorprendente acto de transformación; y no sólo el equilibrio de los colores exquisitos y las formas, con su acusada simetría bilateral donde las sillas son un eco de las piernas al aire y de los pechos pendientes y viceversa; sino el equilibrio de los mundos animados ųanima et animusų animistas, animales.
Por más que Carlos Monsiváis en su lúcido y lúdico ensayo Que le corten la cabeza a Toledo, dijo la iguana rajada, se propone desde el principio "no recurrir a Mircea Eliade, ni a Frazer, ni a Jung, ni a Joseph Campbell, ni a Levi-Strauss, ni a ninguno de los formidables intérpretes de mitos y leyendas", en este punto en que he sacado a relucir los conceptos de anima y de animus, no puedo menos que hacer una referencia al libro concebido y editado por Jung: El hombre y sus símbolos. En el capítulo dedicado a El simbolismo en las artes visuales, Aniela Jaffé, biógrafa de Jung, al referirse a los símbolos sagrados ųla piedra y el animalų, dice:
La ilimitada profusión del simbolismo animal en la religión y el arte de todos los tiempos no sólo nos muestra su importancia, sino que nos hace ver hasta qué punto resulta indispensable integrar en nuestra vida el contenido psíquico de este símbolo: el instinto. Porque el animal no es, en sí mismo, ni bueno ni malo; es tan sólo una parte de la naturaleza. No puede desear nada que no éste en su propia naturaleza. Para decirlo de otro modo: siempre obedece a sus instintos. Y estos instintos con frecuencia nos parecen misteriosos, pero tienen su paralelismo en la vida humana: la base de nuestra naturaleza es el instinto.
Las pinturas de animales se remontan a la Edad del Hielo o Pleistoceno (60 mil a 10 mil años antes de nuestra era), cuyo último de cuatro periodos de glaciación es lo que denominamos Paleolítico Superior. Es una "coincidencia" por demás significativa el hecho de que daten también de esta época ųentre el 35 mil y el 10 mil de nuestra eraų innumerables representaciones gráficas del sexo, así como las primeras máscaras. Un arte como el de Francisco Toledo hunde sus raíces en la imaginería mitogramática del hombre de las cavernas: su pintura como su escultura desplantan de los sustratos más profundos de la remota iconografía del Paleolítico Superior. Sólo que sus frutos son nuevos: tras la rugosa textura de la cáscara florecen sabores nunca vistos, olores nunca oídos. En lugar de pintar sus imágenes en las cuevas, Toledo lo hace en superficies portátiles de tela, papel, madera, cerámica o amate. Una especie de excepción a esta regla serían los frescos, que se encuentran a medio camino entre el arte de las galerías o los museos y las ceremonias propiciatorias que se llevaban a cabo en el corazón mismo de las montañas.
La obra de Francisco Toledo es un canto a esa parte animal que en casi todos nosotros está aletargada, pero que de cualquier forma rige nuestra vida. Un canto a la tierra, el sexo y la fecundidad. En este sentido, Toledo enlaza con una tradición milenaria que enfatiza en sus obras el carácter primitivo no sólo de sus formas, colores y texturas; no sólo de su estética; no sólo de su iconografía, sino de la fuerza básica de nuestra estancia en la tierra: el instinto.