MARTES 11 DE JULIO DE 2000
* Ugo Pipitone *
Madero y Lagos
El tema es aquí el de los caminos equivocados que la izquierda puede tomar en algunas circunstancias. Comenzaré con un caso lejano: el de Madero. Asesinado por quienes creyeron que el mejor camino al futuro era el pasado. Si uno se detiene a pensarlo la pregunta es inmediata: Ƒpor qué la izquierda mexicana hace 90 años dejó solo a un personaje que encarnaba la mejor esperanza de que el país encontrara un rumbo propio a la democracia? La respuesta es obvia: porque Madero no era Ricardo Flores Magón. Sólo diré, entre paréntesis, que con todo respeto a la enorme dignidad de los Flores Magón, fue una suerte que el país no se volviera un campo de experimentación anarquista. De haber ocurrido así, México mismo, tal vez, hoy no existiría. El pobre Madero intentaba, sin ser creído casi por nadie, una modernización política del país. El descreimiento en ese hombrecillo, rico, ilustrado y espiritista (nadie es perfecto) costó al país una de las carnicerías más crueles jamás conocidas.
Huerta y su corte eran lo peor imaginable: nostalgia, certeza de ser portadores del progreso y una desmesurada ambición de poder. A la izquierda mexicana hace 90 años se le olvidó desde el inicio maderista quién era el adversario real. Y el error costó caro.
Eso no ocurrió no ocurrió en Chile. Ahí, centroderecha y centroizquierda establecieron un pacto que trajo dos gobiernos sucesivos de la Democracia Cristiana. No cualquier partido, sino el partido que a comienzos de los años setenta había hecho todo lo imaginable para crear un ambiente de guerra civil de baja intensidad que finalmente concluyó en el golpe pinochetista. Otra clase de matazón: en esa ocasión los asesinos vestían casi exclusivamente alguno de los muchos uniformes de las fuerzas armadas chilenas. Un tiro al pichón, en que los pichones eran seres humanos, en un recordario del nivel de bajeza que la especie homo aún puede alcanzar.
Bien, el Partido Socialista Chileno supo superar su más que legítima incomodidad de colaborar con un partido que había creado las condiciones de un golpe de Estado en cuyas llamas se acabó el intento socialdemócrata latinoamericano encabezado por Salvador Allende.
Pasan los años y se suceden dos gobiernos democristianos salpicados de ministros socialistas. Y hace pocos meses, por segunda vez en tres décadas, un presidente socialista llega al gobierno de Chile y, otra vez, gracias al voto popular. La capacidad de espera, la voluntad de no envolver el país en la impotencia frente a Pinochet y a sus herederos (que llegaron al poder sin necesidad de una "Decena Trágica"), una visión generosa y amplia de los problemas del país y de sus realistas caminos de solución, condujeron el Partido Socialista Chileno al gobierno.
Tal vez soy un sentimental inconsciente de sí mismo, pero debo registrar un episodio. Hace un par de semanas, el presidente socialista Ricardo Lagos mandó colocar una gran estatua de Salvador Allende frente a La Moneda, el lugar de su martirio. Es posible que para alguien esto sea poca cosa, para mí es un hecho histórico, y uso el adjetivo con la inevitable cautela pero también con una íntima certidumbre. Allende frente a La Moneda quiere decir que la historia no pasó inútilmente y la mezcla chilena de esperanza y barbarie los chilenos tendrán que recordarla en el futuro. Para fortificar la primera y debilitar la segunda.
Las que he contado son dos historias fragmentarias: una del México de hace 90 años, y otra del Chile contemporáneo. Pero de algo pueden servir; siquiera para ilustrar dos caminos. Cualquier país civilizado necesita una izquierda poderosa: para recordar la necesidad de la solidaridad, para conservar espacios de pluralismo y de tolerancia, para controlar las periódicas epidemias de fundamentalismo religioso, para recordar a elites desmemoriadas que también los pobres son seres humanos, para organizar las sociedades de una manera que puedan expresar lo mejor de sí mismas. Pero, una cosa no es legítima: el suicidio minoritario en virtud de algún principio sagrado que aleja de las grandes corrientes del cambio social. Principios que, en no pocos casos, son una coraza reluciente a protección de un desatino que se ha convertido en pereza intelectual.
Moraleja: hay errores que se pagan caros, así como hay caminos civilizatorios que no ocurren exactamente como uno quisiera.